Una mañana de otoño

El reflejo del sol en la fachada del Ayuntamiento le hacía entornar los ojos. Era uno de esos días de otoño que nos hacen recordar la primavera, a pesar de la alfombra de hojas secas en los paseos. El cielo despejado, ni un ápice de viento. Los niños estaban en la escuela y los pájaros rompían el silencio desde los árboles con su piar incesante.

Algunos hombres mayores tomaban el sol en los bancos de la plaza. Del pequeño edificio, al pie del consistorio, salía una mujer ojeando unos papeles que llevaba en la mano. Sobre la puerta verde destacaba el rótulo blanquiazul del Insalud. Unos gorriones se bañaban en un charco de la esquina opuesta.

Era una espléndida mañana de noviembre en un pequeño pueblo castellano, de esos en los que todos se conocen, en los que aún permanecen rencores entre los viejos enfrentados durante la guerra y en los que algunos jóvenes intentan, con sus modas y costumbres, llevar la esencia de la capital hasta el lugar, si cabe, exagerando la nota con sus atuendos y peinados, donde los tres o cuatro bares recogen a los hombres durante las horas en las que no hay labor y donde los miércoles nace, como de la nada, el rastrillo en la plaza de la iglesia.

El abuelo introdujo la mano en el bolsillo para extraer un paquete de cigarrillos y el encendedor. Su hija, con quien vivía desde que murió María, le regañaría si le viera fumando. Por eso le gusta sentarse en la plaza. Mientras ella trajina en la casa, él se fumará uno o dos cigarrillos y, antes de volver para almorzar, se tomará una copa de aguardiente para encubrir el olor, ¡Menudo olfato tiene!

– Padre, ya ha fumado otra vez, mira que le ha dicho Don Andrés que eso es veneno para usted, pero usted nada, fuma que te fuma.

La eterna cantinela de cada día, le tenía aburrido ya con esa historia. Si a un hombre con sus años, que ya casi no puede comer de nada, que bebe con cuentagotas y que ya no va con mujeres, le quitan también el único gusto que puede darse uno, pues apaga y vámonos. Pero por no oírla es preferible marcharse de la casa para poder fumarse uno un cigarrito. ¿Que luego toso un poco? Pues bueno, también tose ella y no fuma, además su marido también fuma y no le dice nada.

Encendió el pitillo y aspiró con deleite mientras el humo, que ascendía hacia sus ojos, le obligaba a hacer un guiño. Esto sí que era un gusto, el tabaco de ahora es mejor, más aromático y, sobre todo, más cómodo. Cuando era joven y tenía que liar el cigarro de la petaca era un engorro; pero a veces, cuando llevaba horas con la espalda doblada, segando, era una delicia eso de parar unos minutos; enderezarse para liar el pitillo y fumar callado, mirando al campo, calculando lo ya segado y lo que quedaba de faena, determinar qué tiempo echaría en terminar el trabajo.

Era todo un rito eso de liar el cigarro: colocaba entre dos dedos el papelillo y con la otra mano esparcía las briznas de picadura sobre éste, plegaba los extremos, los pulgares empujaban el borde del papel sobre el tabaco y, finalmente, haciéndolo rodar sobre los otros dedos formaban el cilindro, pasaba el otro borde del papel sobre la lengua cerrando el rollo y, prendiéndolo con el chisquero, comenzaba a fumar con satisfacción.

Un hombre atravesó la plaza en bicicleta, apenas se oía el juego de la cadena sobre el engranaje. Cuando alcanzó la calle empedrada, el silencio se quebró con un sin fin de ruidos metálicos. Va al campo, pensó.

Como si de una película se tratase, vinieron a su memoria imágenes de aquel año de sequía. Mirando al cielo en busca de nubes no encontraba más que el azul profundo del cielo castellano, el resol deslumbrante de las rocas en la sierra, el buitre describiendo círculos. Recordaba su desesperación por la falta de agua. El cauce del arroyo cuarteado, sus grietas abiertas como los picos de los polluelos implorando alimento. Y su impotencia de labrador ante la calamidad y con cinco bocas que llenar. ¡Qué tiempos, Dios!

Miró el reloj de la torre, las diez y cinco. A esta hora tiene que estar a punto de venir la prensa. Juan Carlos, el hijo del Martín, corre que se las pela con esa furgoneta nueva. Como tiene que ir a la capital a recoger los periódicos, algunos aprovechan y le hacen encargos, uno le pide una rueda para la moto, otro le hace el mandado de entregar ese papel que no quiere que se extravíe. El siempre protesta.

– ¡Coño, os pensáis que a mí me da tiempo a todo!

¡Pues no tengo más cosas que hacer que vuestros recados!

 

Pero al cabo de dos o tres frases de ese tipo, termina diciendo invariablemente:

– Venga joder. Pero no te acostumbres.

Ese Juan Carlos es muy majo, buen chico él, protesta, protesta, pero al final siempre hace lo que le piden. Y lo mejor es que cuando no le hacen encargos durante un tiempo, compromete a la gente:

– ¿Qué, hoy no quieres que te traiga nada?

Claro que tiene que hacerse valer, si no le van a tomar por el pito del sereno.

Mañana me toca ver a Don Andrés otra vez, es bueno este médico, me trata muy bien. Igualito que el estirado de su padre, que te hablaba siempre como si le debieras algo y yo nunca le dejé de pagar puntualmente todas las visitas. Cuando María se puso mala estábamos pasando una mala racha. Nos podría faltar cualquier cosa, pero deber dinero, eso sí que no.

Yo le llamo Don Andrés por respeto a su oficio, pero a veces casi me da vergüenza. Aún me acuerdo que cuando chico iba con el Tomás, el Cándido y los otros al huerto y los tenía que echar de allí porque me pisaban las matas de tomates y me montaban el estropicio. ¡Como se lo diga a tu padre te vas a enterar canalla! Todo era porque, pasando por el huerto, acortaban camino para ir a la escuela, ni me tocaban la higuera; y eso que siempre ha dado las brevas más dulces de todo el pueblo.

Del bar de la plaza emergía el susurro de la televisión y, cuando algún parroquiano entraba o salía del establecimiento, el volumen subía durante los instantes que permanecía abierta la puerta, pero no llegaba a descifrarse mensaje alguno. Es como el murmullo ese que se oye en las caracolas cuando te las pones al oído, hay quien dice que se oye el mar, pero yo nunca he escuchado más que un zumbido, como cuando el viento sopla entre los árboles. Claro que yo no conozco el mar, a lo mejor es así como suenan las olas.

De la esquina del callejón, llegaba el apetitoso aroma de la churrería.

Un perro deambulaba por la calle olisqueando los árboles y las ruedas de los coches aparcados. Una mujer mayor subía penosamente la travesía en dirección hacia la plaza de la iglesia, la abultada bolsa de plástico que colgaba de su mano derecha rozaba los bajos de la falda negra produciendo un rítmico siseo.

Encendió otro cigarrillo, el sol ya había alterado su posición y la plaza estaba refulgente de luz, las sombras se habían acortado sensiblemente y el reloj de la torre daba las doce menos veinte. Un coche, aparcado junto al quiosco reverberaba al sol lanzando hirientes destellos rojizos.

Asoció, sin saber por qué, el relumbre con un día de verano de hacía muchos años. La virgen de agosto, los puestos en la plaza y los músicos en una tarima entonando pasodobles. Esta misma plaza y María, preciosa, la moza más linda del pueblo. La sonrisa franca y aquellos ojos negros que le quemaban como brasas.

Cuando María se puso mala, eso sí que me dolió. La pobre, con aquel vientre hinchado como un globo. ¿Qué será eso del hígado que te infla la barriga?

Ella se fue apagando poco a poco, los últimos días no tenía fuerza ni para quejarse, los brazos y las piernas flacos como aquellos gitanos cuando el hambre de después de la guerra, la tripa enorme, ¡Cómo cambió! Hasta la cara la tenía distinta, la nariz sobre todo, se le afinó como la del Rufino.

La chica lo pasó muy mal, seguramente peor que yo, pero ahí demostró lo buena que es; se hizo cargo de todo, de las dos casas, la suya y la mía, me tenía la ropa preparada para que me cambiara todos los días, yo me hacía el remolón y procuraba no ensuciar las camisas para ponérmelas más días y que no tuviera que lavar tanto. Con el niño pequeño en casa, haciéndome la comida, la ropa, los viajes al hospital de la capital, ni sé cómo le daba tiempo a todo.

Es un poco gruñona, pero es una toda una mujer de su casa, la tiene como la patena y cocina muy bien. Yo como poco, pero me gusta como guisa, no le envidia nada a su madre. Además nos tiene a todos relimpios y bien atendidos, no nos falta de nada y eso que el marido gana poco, con esto del paro y las peonadas, trabaja dos meses sí y uno no, menos mal que yo arrimo algo de la pensión, que si no …

En estas cavilaciones entretenía su tiempo el viejo cuando empezaron a salir los niños del colegio. ¡Ahí va! si ya es la hora de recoger al Oscar. ¡Joder qué nombre me le han puesto al pobre!, no se podía llamar Fernando, o José o Antonio; con la de nombres bonitos que tenemos en España y tenerle que poner ese nombre tan raro. Yo creo que es americano o inglés; bueno, qué más da, extranjero es de todas las maneras, pero es más majo que las pesetas.

Cuando no encuentro el transistor que me regaló mi Manolo, ya sé que lo ha cogido él para jugar, pero cuando voy a reñirle, me mira con esos ojazos y me pone una carita de inocente el jodío que me dan ganas de besarle y abrazarle y me olvido de la regañina.

Hoy no me va a dar tiempo a tomarme el aguardiente. No importa, cojo para mascar unas hojas de salvia de la Cipriana, que nos pilla de paso y si me regaña otra vez, que me regañe, en el fondo sé que me lo dice por mi bien.

Levantándose, se arrebujó en la zamarra y, con la sonrisa dibujada en la cara, se dirigió lentamente hacia la puerta del colegio, donde su nieto esperaba jugando con otros niños.