La vida sigue

Ante el televisor, con la mirada perdida en el fondo de la pantalla pero sin ver las cambiantes imágenes, el hombre dejaba transcurrir el tiempo.

La sala se hallaba en penumbra, solo el fluctuar luminoso de la interminable letanía de personajes y figuras que continuamente aparecían y desaparecían en el aparato, iluminaba débilmente la habitación dando a su rostro, si cabe, mayor aire de dejación.

La ceniza del cigarrillo que sostenía entre sus dedos cayó al suelo, exactamente en el momento en que una estridente pelirroja lanzaba un beso hacia la audiencia desde unos rojos labios que, contrastando con el pálido rostro de la modelo, se fruncían en un mohín provocativo.

Miró el reloj. Las nueve menos diez. Dentro de un rato iría a la cocina y se calentaría un plato preparado de los que llenaban el frigorífico, daba igual lo que éste contuviera, arroz, pescado, patatas ¿Qué importaba?

Todos los días eran iguales, el hastío y la monotonía le habían llevado a un estado de postración que le indignaba, a veces, y contra el que no quería luchar el resto del tiempo. Se sentía mal consigo mismo y sabía que debería poner todo de su parte para superar la situación que le mantenía fuera del mundo que le rodeaba; pero, por otro lado, no quería dejar de sentirse mal, porque merecía el castigo que se infligía a sí mismo. No era lo más cómodo, sino lo más conveniente para no olvidar.

Desde que su mujer muriese en aquel accidente su manera de vivir no cambió sustancialmente.  La misma rutina de antes, pero sin ella.

Antes eran dos personas cuyos objetivos se habían centrado en el trabajo de cada uno. Los doce años de matrimonio los habían alejado poco a poco, cada día era menos lo que tenían que decirse y el reproche por la falta de niños en la casa nunca llegó a ser expresado con palabras, pero yacía latente en el fondo de cada uno de ellos, sin acritud pero minando la relación entre ambos inexorablemente, día a día.

Casi dos años después, cerraba los ojos y aún revivía aquel momento: La lluvia sobre el parabrisas, el vaivén insistente de las escobillas, el silencio entre ambos y la curva; aquella curva inofensiva, en apariencia, desde la que se precipitó a la nada, a la oscuridad en su cabeza.  Era un recuerdo lúcido. Aún le parecía oír la explosión de la rueda, el frenazo sobre el negro asfalto, las piedras iluminadas por los faros, entonces sus manos se crispaban aferrándose a un volante imaginario…

También recordaba su despertar en el hospital y a su suegro junto a la cama. Su muda pregunta clavando los ojos en el rostro marchito de aquel hombre cuya respuesta, también sin palabras, decía todo con sus lágrimas.

Evocaba su primera visita a la tumba que días antes recibiera el cuerpo de su esposa mientras él yacía en el hospital con toda suerte de tubos y electrodos. La mañana luminosa, el alboroto de los gorriones ajenos a todo sentimiento humano, el nutrido grupo de silenciosas personas que se dirigía hacia la cavidad abierta varios metros más allá, la oración susurrada por el sacerdote y, sobre todo, el dolor en el pecho que experimentó cuando, silenciosamente, imploraba perdón ante el nicho adornado aún con las coronas de flores ya ajadas y casi marchitas.

Reanudó su trabajo en la oficina, continuó viviendo en la misma casa, siguió su rutina.

Sus compañeros y jefes se mostraron muy comprensivos con su actitud retraída, con su mirada ausente e incluso con los errores producidos por su falta de concentración durante los primeros meses.

No te preocupes, le decían, una mala racha la tiene cualquiera y tú estás pasando momentos muy duros.

El suegro nunca le reprochó siquiera el distanciamiento que él interpuso entre ambos cuando sus visitas se fueron espaciando hasta desaparecer por completo.

Lo cierto es que nadie le culpó por lo ocurrido, nadie le preguntó, excepto el policía de atestados, a qué velocidad circulaba. Le dijeron que la carretera estaba mojada, que nadie podría imaginar que reventara el neumático precisamente en la curva, que si no hubiera allí un muro de piedra…

Como todas las noches de una temporada a esta parte, se acostó temprano, en otro tiempo se quedaba hasta muy entrada la noche viendo la televisión, pero ya no le satisfacía nada de lo que emitieran: los debates políticos le hastiaban, las películas, ineludiblemente, le hacían recordar a la compañera desaparecida porque siempre había alguna situación similar a las vividas por ambos, los concursos eran horrorosamente repetitivos.

 Era mejor, en definitiva, leer algo antes de que el agotamiento le llevara al inevitable duermevela en el que su mente se desbocaba repitiendo obsesivamente el recuerdo de aquellos instantes.

Cada noche repasaba hasta la extenuación todos los argumentos de disculpa, los analizaba y todos le eximían conforme su mente los examinaba, pero en su interior él no podía disculparse por no haber sido capaz de controlar el coche. Era él quien llevó a su mujer a la muerte.

Aunque durante los últimos años de matrimonio se había deteriorado mucho la relación entre ambos y llegaron a plantearse una separación amistosa por el bien de los dos, nunca pudo imaginar hasta qué punto la llegaría a echar de menos.

Los detalles, insignificantes hace un par de años, eran ahora fuente de recuerdos machacones que se implantaban en su cabeza, como esas melodías que nos vienen a la mente y, durante todo el día, suenan en nuestro interior aunque tratemos de olvidarlas.

En realidad su vida interior estaba vacía y aunque sus conversaciones se habrían centrado fundamentalmente en temas de trabajo, ahora no tenía con quien compartir vivencias, inquietudes ni proyectos, peor aún, ya no había inquietudes ni proyectos.

Muchas noches despertaba con una agobiante sensación de vacío; sin abrir los ojos, alargaba el brazo hasta la zona desocupada de la cama y el frío de las sábanas le recordaba su soledad que le invadía poco a poco hasta que el sueño le vencía de nuevo.

Aquel hombre era, ahora, el pálido reflejo de lo que fuera años atrás. Fue la sensación de culpabilidad, más que la pérdida en sí, que lo había transformado en un ser anodino que dejaba pasar la vida sin más, sin ilusión. Su única esperanza era que, allá donde Marta estuviera, pudiera perdonar aquel error que él no era capaz de olvidar.

Dicen que la vida sigue, pero nadie precisa de qué manera.