El valor del ocho

Las cosas no valen sino lo que se las hace valer.

Molière

Soy el número ocho. Sí, ya sé que no soy el primero ni el último, digamos que soy un número del montón y, desgraciadamente, con rima fea (mocho, tocho, pocho, gocho y otros) salvo si se hablamos de un sabroso bizcocho.

Pero para hacerme valer un poco, diría que soy el infinito puesto en pie. Algunos dirán que soy como un muñeco de nieve, simpático pero no demasiado trascendente, aunque deberíamos tener en cuenta que tanto me puedo parar de cabeza como sentarme, que no me van a distinguir y esto también tiene su gracia ¿o no?

En mi defensa, añadiré que soy un notable, casi, casi un sobresaliente y que si lo que prima es llegar el primero, aunque no sea un resultado deslumbrante, el ocho es un buen puesto clasificatorio ¡nada menos que dentro de los diez primeros!

No es por darme importancia, pero los pecados capitales son siete únicamente por la cizaña que metió la envidia, porque el octavo y principal era yo, la injusticia.

En cuanto a las virtudes, tanto las cardinales como las teologales se pueden resumir, también, en una octava que sería precisamente la justicia, que englobaría a todas las demás, pero quedaron sólo en siete por excluir a la indiferencia, justo castigo a la metijona envidia.

No me quiero extender, pero creo que esta breve defensa de mi entidad podría haceros verme de una forma más benévola y, quizás, logro notable.