Héroes

Cuando éramos niños, cualquier cosa que ocurriese en el barrio era motivo de juego para nosotros.

Si oíamos a los mayores comentar que alguien estaba en el hospital, jugábamos a médicos; a piratas o a indios y cowboys si alguno de nosotros había estado el domingo en el cine.

Un día de verano, mientras los chiquillos jugábamos a atrapar lagartijas o cualquier animalito que se nos pusiera al alcance, oímos un tremendo barullo que se producía acaso a unos trescientos metros de donde nos encontrábamos.

Pronto un olor, desconocido hasta el momento, llegó a nosotros, era el del fuego que se había iniciado en una casa de nuestra misma calle. El estrépito lo producían unos hombres que, con cascos y vestidos como en las películas del cine de verano, arremetían contra la puerta y desenrollaban unos largos tubos de lona que, pronto, se hincharon con la presión del agua.

No sirvieron las advertencias de nuestras madres, todos los que formábamos la cuadrilla salimos corriendo hacia aquel lugar donde se estaba produciendo aquel espectáculo tan singular.

El hipnótico poder de las llamas nos tenía cautivados, pero más aún la actuación de aquellos héroes. Dos de aquellos valientes entraron en la casa en cuanto lograron echar la puerta abajo.  Mientras, en la calle, una mujer joven, de unos treinta años, gritaba desesperada que su madre estaba dentro y sus lágrimas abrían surcos sobre su cara renegrida por el humo.

Al poco, los dos hombres salieron llevando en volandas a una anciana que parecía dormida e inmediatamente, la tumbaron en el suelo y empezaron a manipularla tras el muro que formaron dos de sus compañeros con sus propios cuerpos, mientras el resto del equipo continuaba echando agua sobre la casa, que empezaba a humear ya de otra manera.

Los allí presentes, comenzaron a aplaudir y nosotros, sin saber muy bien cuál era el motivo, aplaudimos igualmente.

La abuela despertó aturdida y entre toses, daba las gracias a aquellos desconocidos que la habían rescatado de entre las llamas.

Una vez sofocado el incendio, aquellos hombres recogieron el equipo y volvieron a subir al camión que, se puso en marcha nuevamente entre los aplausos de los allí presentes.

Ni que decir tiene que, durante el resto de la semana, nuestro juego consistió en apagar fuegos imaginarios, corriendo como locos en el camión rojo que sólo existía en nuestra mente y que yo era, naturalmente, el encargado de tocar la campana.