El topo

PREFACIO:

22 de octubre de 1936. El ejército sublevado toma Navas del Marqués. Navalperal de Pinares y Hoyo de Pinares habían caído días antes y quedan todos bajo el mando de la 71ª División.

 

Indalecio se había unido el 23 de julio a la Columna Mangada en Navalperal de Pinares. El objetivo era defender los accesos a la capital por la Sierra de Guadarrama e intervino más tarde en otras escaramuzas y batallas junto a su grupo.

Finalizada la guerra, Indalecio se refugió en su propio hogar, en Hoyo de Pinares, haciendo su búnker particular en el sobrado de su casa.

Al principio, durante el día permanecía escondido entre la paja, atento a cualquier sonido; por las noches, con extremo cuidado de no hacer ruido a pesar de vivir en las afueras,  preparó una especie de habitación simulada donde poder sentarse ante una mesa y colocar un jergón.

Transcurrieron los años y Gertrudis, su esposa, tuvo que enfrentarse a varias visitas de la Guardia Civil que buscaban a su marido, pero ella siempre insistió en que nunca volvió del frente. Dijo haberle buscado entre los muertos esparcidos por aquellas peñas, pero que nunca dio con su cuerpo y que, desde entonces, se tenía que valer ella sola para sobrevivir.

Indalecio salía de su encierro por las noches, cuando el pueblo dormía y aún así andaban con cuidado de no hacer ruido, de no encender luces fuera de tiempo y no hacer sospechar a los vecinos.

Siguió pasando el tiempo y la calma relativa y la lejanía del pueblo les hizo confiarse, por lo que empezó a bajar de su tabuco con mayor frecuencia. Aunque no salía al aire libre, merodeaba por el interior de la casa haciendo pequeñas reparaciones, uniéndose a su mujer en las comidas o hablando con ella para que le pusiera al día de los acontecimientos del pueblo.

En otoño de 1954 hacía ya bastante tiempo que no pasaba por la casa la Guardia Civil y un día que Gertrudis bajó al pueblo a comprar harina, aceite y otras cosas necesarias para comer y limpiar en la casa, estaba Indalecio en la casa, ocupado en la reparación del mango de una hoz, cuando los vio llegar por el camino.

Como siempre en pareja, las capas verdes ondeando ligeramente con la brisa, acharolando el sol sobre los tricornios y la mano derecha adivinándose aferrada al subfusil bajo el capote.

No podía volver al granero porque, saliendo, quedaría totalmente expuesto a la vista de los militares. Tenía que esconderse deprisa.

Se introdujo en el armario del dormitorio. El corazón golpeaba con fuerza su pecho y conteniendo la respiración oyó que entraban en la casa empujando la puerta siempre abierta, porque cerrarla hubiera resultado extraño en aquel lugar.

Llamaron en voz alta a la mujer, Indalecio temblaba en el armario, temiendo lo peor.

Los dos guardias hicieron una inspección ocular del recinto sin detenerse especialmente.

En un momento dado, la puerta del armario se abrió lentamente con un agudo quejido y el número José Rodríguez se giró hacia el mueble, cuyo interior quedó expuesto a su mirada.

Los ojos de ambos hombres se cruzaron, el terror y la súplica en los de Indalecio, la incredulidad en los de José. Durante unos instantes, ambos permanecieron absolutamente inmóviles.

Finalmente, el guardia se dirigió lentamente hacia el armario y cerró la puerta al tiempo que decía a su compañero.

- Vámonos, aquí no hay nadie.

 

EPILOGO:

1 de abril de 1969.  José Rodríguez, ahora sargento del cuerpo, acudió a la casa de Gertrudis, vestido de paisano y sin acompañante.

Le comunicó que su hombre estaba libre de circular ya por donde quisiera, porque el día anterior se había promulgado una amnistía general.