Relax

D. Manuel era un hombre que amaba la música. Tan importante era para él que el día que no podía escuchar algo de música, estaba de mal humor, se le torcía el gesto y se ponía insoportable; bien lo sabía su mujer.

Un día, un buen amigo, conocedor de la pasión del hombre y gracias a que su hijo (violín en la orquesta de la ciudad) había conseguido un par de entradas, se las hizo llegar a casa junto a esta nota:

“Querido amigo,

Conocedor de tu entusiasmo por la música y tú que sabes de mi sordera y escasa apreciación que puedo hacer de este arte, junto a esta nota te envío dos entradas que me han regalado y que nadie mejor que tú va a saber estimar.

Seguro que lo disfrutarás, pues se trata de una obra de la que me has hablado en muchas ocasiones.

Un abrazo.”

El hombre se puso contentísimo, pues eran dos entradas para asistir a la puesta en escena del Cascanueces de Tchaikovsky, una obra por la que sentía especial predilección y que, en efecto, había ensalzado en numerosas ocasiones ante su amigo.

Tan solo faltaba un día para el tan deseado evento.  Llamó a su esposa y, con gran aparato y pompa, anunció su salida en la noche del jueves para acudir al teatro. Le urgió a revisar y cepillar su traje de las ocasiones especiales y le instó a ponerse de punta en blanco para la ocasión, porque el caso lo requería.

En fin, el hombre entró en tal estado de nervios que no logró calmarse ni con el enorme vaso de tila que su querida Catalina le preparó.

Aquella noche la pasó en blanco por la excitación que la noticia le había producido y al día siguiente, en su trabajo, estuvo distraído y sin prestar la debida atención a sus tareas.  Llegada la tarde, su intranquilidad se transformó en inquietud al ver que avanzaba lenta, pero inexorablemente, una gran nube negra que se aproximaba desde el norte y que le hizo temer, nadie sabe por qué, aparatosas consecuencias.

Cenaron temprano y D. Manuel eufórico y en contra de su costumbre, comió primer plato, segundo plato y postre; además se permitió, aunque no era habitual, tomar dos copitas de vino durante la cena, para celebrar el acontecimiento, dijo a su esposa.

Llegada la hora, salió el matrimonio en dirección al teatro, que no distaba más de unos centenares de metros de su casa y todo el camino lo pasó contándole a la Señora Catalina el argumento de la obra y tarareando los pasajes que más representativos le parecieron.

Una vez en el teatro, por fin, ocuparon sus asientos. D. Manuel, excelentemente acomodado en un lugar que le permitía estirar las piernas, bien cenado, bien bebido y satisfecho de su suerte, se permitió cerrar un momento los ojos para regodearse en el momento mágico que se aproximaba. Evocaba pasajes de la obra que conocía de memoria y meneaba su cabeza al son de compases que sólo sonaban aún en su imaginación.

Doña Catalina, a su vez, al ver a su  marido tan feliz y relajado, consideró que su esposo mantenía los ojos cerrados para apreciar mejor la música que tanto le deleitaba y, a pesar de que se alzara el telón y la orquesta atacara los primeros compases, calló; aunque hubo un momento en que le pareció apreciar a su lado un ligero ronquido pero, eso sí, al ritmo de la orquesta.