Compañeros

Era una bochornosa tarde de verano y un ligero vientecillo traía olor a lluvia.  Denis miró alternativamente la oscura cortina de agua que se diluía contra el cielo tras los últimos edificios y sus pies, enfundados en las viejas sandalias que no aguantarían, seguramente, el aguacero que se avecinaba.

Caminaba deprisa y, aunque no tenía un lugar preciso donde ir ni a nadie que lo esperase, se apresuraba porque las nubes amenazaban, compactas y grises, la inminente tormenta que ya   tronaba allá, hacia el este. Tras el relámpago contaba: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis.  Al escuchar el estruendo calculó: Apenas dos kilómetros.

Junto a Denis, el perro mantenía el paso, mirando de cuando en cuando al hombre, como si lo urgiese a caminar más deprisa. Era un perro extraño, hijo de mil razas entre las que ninguna destacaba especialmente. Negro y canela en su conjunto; una oreja totalmente caída mientras que la otra intentaba apuntar hacia arriba aunque se doblaba hacia la mitad, sin lograr alzarse totalmente. El inhiesto rabo cortado le proporcionaba un balanceo casi cómico y una fea cicatriz cruzaba su cara entreverada, desde el ojo izquierdo hasta el hocico, fruto de una antigua pelea con un gato cuando era aún un cachorro desmañado. Fue aquella su primera lección: no valores a un enemigo por su tamaño.  

Cuando lo encontró Denis el perro apenas tendría tres años, pero demostró estar bien curtido en las lides de la vida. Callejero, abandonado y libertario; todo lo tuvo que aprender por sí solo, pero era muy inteligente y de toda situación parecía sacar provecho. No buscaba problemas, pero tampoco se arredraba ante nadie que pretendiese hacerle daño. Si tenía algún valor especial, era su intuición. Sabía perfectamente a quién acercarse y a quién no. Los hombres no lo habían tratado bien, pero reconoció, inmediatamente, en Denis al compañero en el que confiar. Y Denis, basándose en su aspecto de truhán desvergonzado le empezó a llamar Bandit y le anudó al cuello un pañuelo rojo que le confería un aspecto aún más audaz.

Denis, originario de Bayona, había estudiado filología hispánica e impartía clases particulares de español. Se ganaba medianamente bien la vida, pero tras un desengaño amoroso y no pocas dudas, decidió conocer el mundo y empezó por España, ya que era un enamorado de la cultura ibérica.

Llevaban seis meses compartiendo camino, comida y cobijo y los lazos se habían ido estrechando hasta tener, ambos, conciencia de plena amistad y absoluta confianza. Denis hablaba a Bandit y éste escuchaba como si entendiera sus palabras, unas veces en español y otras en francés. La mutua compañía les hacía bien a los dos y Denis ya no concebía su errático caminar sin su compañero, así como Bandit no lo hubiera abandonado jamás.

Sin proponérselo, estaban saliendo de la ciudad y se encaminaban hacia un polígono industrial que, al ser domingo, se encontraba prácticamente desierto.

La tormenta se aproximaba y apenas a doscientos metros se erguía un edificio de color rojo. En la fachada se vislumbraba una especie de portalón grande que les podría cobijar durante el chaparrón.

Apretando aún más el paso, llegaron apenas comenzó la lluvia.  Sentados en la escalera de acceso al edificio, esperaron a que escampara con la tranquilidad que da la total ausencia de prisa, sin más pretensión que continuar la vida a su propio ritmo.

Durante diez minutos llovió intensamente, pero sin violencia.  No hacía viento y el agua se precipitaba densa pero mansamente sobre el campo y las calles del polígono.

El agradable olor de la tierra mojada impregnó el ambiente y Denis respiró lenta y profundamente, disfrutando de aquel regalo.

Cuando se alejaba la tormenta, Bandit se puso en pie, conminando a Denis con la mirada para proseguir su camino.