La maldición

Me hallaba en la biblioteca buscando datos para uno de mis escritos, cuando cayó en mis manos, accidentalmente, una transcripción de un documento de la Edad Media que leí por curiosidad. Se trataba de un acta judicial de un proceso contra una dama acusada de brujería. Sentí curiosidad ante el oscurantismo y truculencia que prometía el caso, ya que conocía la brutalidad que se empleaba en esa época con aquellos que se apartaban de los cánones eclesiásticos impuestos. Fue esa curiosidad la que me impulsó a investigar los antecedentes de aquella dama.

Entre legajos, copias de escrituras y documentos de testamentaría, descubrí una serie de circunstancias en torno al asunto que me llevaron a imaginar el modo en que se produjeron los acontecimientos.

Los nombres de los personajes son ficticios, por respeto a las personalidades originales y a sus posibles descendientes.

La acción transcurre en unos momentos especialmente conflictivos en cuanto a lo religioso. Vaya por delante una breve descripción de los tiempos en que se desarrolla el suceso:

Corría el año 1497, comenzaba el esplendor de España a costa de las riquezas traídas de ultramar y las grandes posesiones en las Indias Occidentales. Isabel y Fernando regían el país más poderoso en el mundo y la creación de la Universidad de Santiago, dos años antes, había contribuido notablemente a ello. Estudiantes portugueses, castellanos, franceses y de todos los rincones de Europa se daban cita en esta institución; éstos, junto a la multitud de peregrinos que visitaban el sepulcro del apóstol hacían de nuestro país un lugar rico en mezclas culturales y, se podría decir, era uno de los templos de sabiduría del momento.

Al mismo tiempo, la Inquisición Española, fundada en 1478 por los Reyes Católicos y dirigida por el Consejo de la Suprema Inquisición, mostraba un poder sin límites refrendado, además, por el máximo poder político.

Cuando transcurren los hechos, aún no estaba instalada la Inquisición en Santiago, sin embargo, sí se había pronunciado el Edicto de Gracia, por el que se ofrecía a los inculpados la posibilidad de reconciliarse con la Iglesia mediante confesión.

Abocetado este telón de fondo, podemos intuir cuál era el ambiente. Paso a describir los hechos tal y como los imaginé:

La dama en cuestión, a quien llamaremos de aquí en adelante Doña Blanca, era hija de un caballero leonés de mediana fortuna afincado en tierras gallegas. Don Juan era viudo y profesaba a su hija un tierno cariño, disponía de unas pequeñas posesiones que, unidas, hubieran formado un buen pedazo de tierra, pero que se encontraban dispersas en pequeños minifundios, circunstancia que lo obligaba a ausentarse frecuentemente de su casa para cobrar las rentas y resolver los asuntos propios de estas heredades.

Quiso la casualidad que dos estudiantes, camino de la universidad, pasaran una noche junto a la finca donde vivían Don Juan y Doña Blanca. Dispusieron los hados, también, que Don Juan se hallara en uno de sus viajes y que los estudiantes decidieran solicitar alojamiento por aquella noche en la casa. Doña Blanca, de natural sencilla y generosa, los acogió con amabilidad y sin reservas, pues sus ropas y corteses ademanes mostraban que eran personas principales.

La velada transcurrió felizmente y fueron agasajados con esmero por sus criados y Doña Blanca misma, que estaba deseosa de conocer noticias de otros lugares y otras gentes. Don Sancho y Don Gaspar eran, sin duda, dos nobles personajes y así lo demostraban sus modales y los hechos que relataban. Hijo de un conde, Don Sancho mostraba, además de las cualidades propias de su alcurnia, una tan atractiva presencia y noble figura que, sin duda, Doña Blanca sintióse inclinada hacia él desde el primer momento.

Conforme los jóvenes departían, se fueron desgranando los parentescos de su linaje y llegaron a la conclusión de que, aunque lejanos, Don Sancho y Doña Blanca eran parientes. Alegróse mucho la dama de aquella coincidencia, pues daba pie a extender su invitación no solo a aquella noche, sino hasta que volviera su padre, pues Don Juan había indicado a su partida que no tardaría más de una semana en volver y solo faltaban tres días para su regreso.

Consideráronse halagados los viajeros por el ofrecimiento y no dudaron en aceptarlo para, según sus palabras, poder presentar sus respetos a tan venerable caballero. Don Sancho, no ajeno a la hermosura de la dama y la distinción que Doña Blanca le mostraba, vio la oportunidad de lograr una conquista fácil y así se lo hizo saber a su compañero en cuanto quedaron solos en sus aposentos.

Celebraron ambos tal circunstancia y Don Sancho, desde la mañana siguiente, comenzó a atacar la virtud de la dama, cuya fortaleza se resquebrajaba por momentos. Tales serían sus requiebros y tan prendada estaba Doña Blanca de Don Sancho que en dos días rindió su más preciado bien al asedio del impetuoso joven, no sin antes haber obtenido de él palabra de matrimonio.

El tercer día de su estancia, cuando esperaban a Don Juan de vuelta de sus asuntos, recibieron aviso de éste indicando que se demoraría aún una semana más en su regreso. Aprovechó Don Sancho la noticia para marchar de la finca, aduciendo que volvería a casa de su padre el conde y que lo conduciría hasta allí para que ambos progenitores acordasen el matrimonio a la mayor urgencia.

Si bien era costumbre en aquella época concertar matrimonio por escrito y ser aquél uno de los documentos de mayor trascendencia y en el que bastaba plasmar la firma de los testigos junto con las de los futuros contrayentes, Don Sancho evitó redactar la cédula hasta que los padres de ambos se reunieran. Doña Blanca, fiada en la palabra del joven, los vio partir sin demora, esperando anhelante el día de su nueva reunión.

Volvió Don Juan y Doña Blanca le habló de los dos visitantes, en especial de Don Sancho, contándole de su gracia y donaire y las prendas que lo adornaban, así como de su promesa de matrimonio. Vio Don Juan el amor que su hija profesaba al desconocido y aun reconociendo el lejano parentesco que los unía según la relación de Doña Blanca, como hombre experimentado de la vida, desconfió de tales promesas y preguntó abiertamente a su hija si había ocurrido algo de lo que pudiera lamentarse más tarde. Doña Blanca fue presa de un rubor tan repentino que a punto estuvo de caer desmayada, con lo que el padre comprendió en seguida lo sucedido.

Don Juan decidió, entonces, esperar una semana más al conde y su hijo, transcurrida la cual sin noticias de ellos, se dirigió a las tierras del conde, junto a su hija, en busca de una satisfacción.

Cuando fueron recibidos por el conde, solicitó el caballero permanecer a solas con él para exponerle un delicado asunto de suma importancia.

Don Fernando palideció al oír el relato de Don Juan, preguntó cuáles eran las señas del joven que había conocido su hija. Doña Blanca, silenciosa hasta ese momento, dio detallada descripción de Don Sancho y de Don Gaspar. Don Fernando reconoció sin dudar a Don Sancho y a su sobrino, que acompañaba a su hijo a la universidad de Santiago, donde ambos iban a estudiar las ciencias de las letras.

Bien es sabido que, en aquella época, si tenían lugar relaciones sexuales entre esposos no casados, se entendía consumado de inmediato el matrimonio, siendo éste válido para todos los efectos.

Decidieron ambos ancianos, dirigirse a Santiago en busca de los dos jóvenes, donde esperaban encontrarlos y exigir de Don Sancho que cumpliese su promesa para evitar la vergüenza pública a que sería expuesta su casa si el asunto trascendía a los tribunales, pues Don Juan así lo ejecutaría de no ser satisfecha su demanda.

Se alojaron en una casa que el conde alquiló a tal efecto, siendo Don Juan y Doña Blanca invitados durante su estancia. Santiago era una populosa ciudad donde el comercio florecía y en sus calles se exponían mercancías difíciles de encontrar en otros lugares que no fuera la corte, así que sus criados proveyeron la casa de todo aquello que era necesario en tan solo una mañana.

Mandó el conde buscar a su hijo por medio de un lacayo que llevaba consigo y que conocía bien a Don Sancho desde su más tierna infancia. Hernando, que así se llamaba el criado, no tardó en encontrar la residencia de su señor Don Sancho y en ella fue recibido con muestras de gran alegría por éste y su primo hasta que el sirviente expuso el motivo de su visita. Don Sancho enfureció y entre juramentos dijo no estar dispuesto a vender su juventud a una dama que apenas conocía. Su primo Gaspar le instaba, entre risas, a sentar la cabeza y dejar sus devaneos con otras damas y pretendió hacerle ver que, aunque no suponía un gran partido, era una dama más hermosa que muchas de las que ellos conocían. El hijo del conde se vio en un aprieto, pero no cejaba en su ira y su pretensión de librarse de la demanda.

El taimado Hernando aconsejó a su señor buscar un medio de eludir su compromiso, no había cédula escrita de casamiento y por lo tanto, podría eludir la ley que lo obligaba a cumplir con la palabra dada a la dama. No obstante, el nombre de su familia se vería envuelto en un enojoso asunto y, también había que considerar que Don Juan, como caballero y pariente, también tendría un cierto peso en el caso.

Varias horas estuvieron pensando en el modo de escapar de aquello. Don Gaspar comentó bromeando que si su primo no fuera tan débil ante el encanto de las mujeres, no se habría sentido embrujado por los ojos de aquella hechicera.

Aquello fue la base de la mayor injuria que el tal Hernando pudiera tramar. Aconsejó a su amo que la acusara de brujería y como loco fue tratado en un principio, pero poco a poco, la idea fue prendiendo en el corazón de Don Sancho, que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de salirse con la suya. No poco trabajo costó convencer a Don Gaspar para que fiase como testigo, pero finalmente aceptó e incluso aportó algunas ideas que más tarde les ayudarían en su bellaquería. Hernando, de acuerdo con su amo, buscó en toda la ciudad alguna vieja celestina que, por unas monedas, les contara sobre el proceder de las hechiceras y la puso al tanto de todo lo que sucedía.

Volvió Hernando a la casa y díjole al conde que aún no había encontrado a su señor Don Sancho pero que había conocido a un individuo que al día siguiente le mostraría su paradero a cambio de algún dinero.

Dióle el conde una bolsa para ese trámite y aquella misma noche, salió el lacayo sin que nadie notase su ausencia. Volvió junto a Don Sancho y su primo y se dirigieron los tres a casa de la alcahueta, que no tardó, ante la bolsa de monedas, en contarles todos los trucos que las brujas empleaban para hechizar a los hombres, según dijo. Contó que, tomando la forma de una bella dama, seducían a los caballeros para hacerles engendrar a los futuros sirvientes del demonio, que en nombre de Satanás, obraban prodigios inexplicables como hacer florecer árboles muertos, volar sobre una escoba y otras maravillas que no vamos a detallar por no ser prolijos.

Al día siguiente, Don Sancho y Don Gaspar presentaron denuncia contra Doña Blanca ante el calificador de la Inquisición, sabiendo que la policía inquisitorial la apresaría de inmediato; pues Hernando les había dicho donde se alojaban.

Presentóse el alguacil en el domicilio del conde y solicitó su presencia. Éste se sorprendió muchísimo, pues esperaba a Hernando y a su hijo en lugar de la justicia. Le dijo el alguacil conocer que estaba alojada en su casa una dama acusada de hechicería y que debería ser entregada de inmediato. Don Fernando no acertaba a comprender lo que estaba pasando, pero no podía negarse a menos que quisiera ser acusado de encubrir tan importante delito.

El conde estaba consternado y Don Juan, con lágrimas en los ojos, se lamentaba diciendo que aquello no podía ser más que un tremendo error por parte de la justicia, que él era cristiano viejo y jamás había visto en su casa el menor indicio, ya no de que su hija, sino cualquiera de sus sirvientes, mostraran inclinación a desviarse de las más piadosas costumbres cristianas.

Doña Blanca fue llevada por el alguacil, Don Fernando trataba de calmar a Don Juan diciéndole que aquello era consecuencia, con toda seguridad, de un error. En esta situación se encontraban los afligidos ancianos, cuando se presentaron ante ellos el sirviente y los dos estudiantes, alegres y celebrando la llegada del conde y preguntando qué asuntos le traían por la ciudad.

El rostro de Don Fernando se contrajo en un expresivo gesto de disgusto. Don Sancho preguntó si habían interrumpido algún negocio importante con aquel noble caballero.

Don Fernando, entonces, trasladó gravemente a su hijo la pretensión de Don Juan, allí presente, la acusación de Doña Blanca y su detención. Rogó al cielo que su hijo no hubiera tenido nada que ver con aquello y cuando Don Sancho contestó diciendo que, en efecto, había acusado a la dama porque le había embrujado y obligado a hacer lo que jamás hubiera hecho dueño de sus facultades. Tuvo Hernando que impedir a Don Juan que estrangulase con sus propias manos al indigno hijo del conde. Don Fernando cayó al suelo preso de un intenso dolor en el pecho que lo postró en cama hasta que, dos días después entregó su alma a Dios.

Se veía ahora Don Sancho, libre de la potestad de su padre, heredero del condado y de sus riquezas y en disposición para deshacerse de la molesta petición de Doña Blanca y Don Juan.

Llegado el momento, hubo declarado que aquella mujer había utilizado sus malas artes para atraerlo aniquilando su propia voluntad. Que no sabía cómo, se había encontrado en el lecho de ella en la mañana que se disponía a reemprender su camino hacia Santiago con su primo Don Gaspar, pero que se debía, sin duda alguna, a algún encantamiento para lograr de él engendrar a un futuro servidor del diablo. También dijo que Don Gaspar y él mismo se habían sumido en un extraño sueño la noche anterior, posiblemente motivado por algún brebaje que aquella mujer mezclara en sus copas para servir a sus propósitos. Él no recordaba haber salido de su aposento en toda la noche y que su primo tampoco había sentido movimiento alguno si  no fuera una ráfaga de aire helado, mientras se hallaban en su aposento con ventanas y puertas cerradas, en la más completa oscuridad, según le dijo al día siguiente.

No fue menos acusatoria la versión que presentó Don Gaspar, corroborando todo lo que su primo había dicho. Declaró además que en la tarde anterior había visto, desde su aposento en la finca, de donde salían lo menos posible porque aquella dama les infundía un extraño temor,  cómo la supuesta dama hacía extraños ademanes con sus manos mientras permanecía al pie de un árbol de su jardín y, cómo, las hojas caídas en el suelo, se arremolinaron en el acto en torno a ella movidas por un viento invisible que no afectaba al resto del prado y cómo se elevaron éstas hasta las ramas uniéndose a ellas y reverdeciendo de inmediato. Adornaron estas mentiras con otras que la celestina les recomendó para dar mayor peso a sus palabras.

No fueron necesarios más testimonios, el tribunal se puso del lado de los acusadores de inmediato, Doña Blanca fue conducida al potro, donde se le aplicó tortura en espera de una confesión en toda regla, como no diera resultado, se le aplicaron las más sofisticadas técnicas de tormento en los diversos aparatos y suplicios. Aparte de las lágrimas y lamentos no pudieron arrancarle una sola palabra incriminatoria, pero en aquellos tiempos no era necesario sino la declaración de dos testigos para llegar a la hoguera y Doña Blanca fue condenada a arder en ella.

Durante la terrible ejecución, el populacho profería gritos e insultos contra la indefensa Doña Blanca. Una condena de aquel tipo atraía a la multitud como la miel a las moscas. El vino, el fanatismo y la incultura hacía todo lo demás.

Don Sancho y Don Gaspar presenciaban el espectáculo medio ocultos entre el gentío, pero Doña Blanca, cuando las llamas lamían ya sus pies, logró localizarlos con la mirada y en un desgarrador grito, de una intensidad inesperada, maldijo a los infames que la habían calumniado para eludir una promesa.

El conde se estremeció al oír la maldición mientras Don Gaspar, con su habitual cinismo, reía estrepitosamente y se unía a la chusma en sus imprecaciones. Finalmente Doña Blanca perdió, por fortuna, el sentido ante la intensidad del suplicio.

Según consta en los documentos que indicaba al principio, Don Gaspar murió dos meses después a consecuencia de un accidente. Durante una cacería, cayó del caballo y se rompió el cuello muriendo en el acto en presencia de su padre y de sus amigos.

Don Sancho, sin embargo, hubiera deseado una muerte parecida, ya que pronto fue víctima de una enfermedad que entonces era la más odiosa y temida, la lepra. Su agonía duró varios años y, al morir sin descendencia, la mayoría de sus bienes fueron requisados para la corona y la iglesia, quedando una pequeña parte para los pobres y la fundación de un hospital por orden explícita antes de morir.