Marián

La conocí en los ochenta en una discoteca de moda y al verla me pareció una muchacha muy guapa.

Dijo llamarse María de los Ángeles. Mariángeles, dije entonces y sus ojos se clavaron en mí acusadores, como si hubiera recibido un insulto.

Probé después con Marián y pareció ser más indulgente conmigo, al menos su gesto no mostró el desagrado inicial.

Aquella noche, no sé como, terminé consiguiendo su teléfono y, sin dudarlo, la llamé un par de días después para quedar el siguiente fin de semana.

A la luz del exterior me pareció aún más guapa de lo que juzgué inicialmente y me sentí satisfecho de la ¿conquista?

La verdad es que era una chica delicada en las formas pero un poco autoritaria en el trato, de manera que yo, llamado “el cachondo” por mis amigos, llegué a sentirme un poco bufón a su lado y en los escasos dos meses que salimos juntos, tuve que discutir, incluso, con mi buen amigo Luis Miguel porque se refería a ella como Lady Di y, claro, yo no podía consentir esa mofa.

Pero la princesita se estaba comportando como la reina de Blancanieves y yo me estaba dejando arrastrar de mala manera.

Finalmente, acabé por comprender que aquella relación no nos llevaría más que al enfrentamiento, aunque ella no parecía darse cuenta; en realidad parecía considerarme un siervo al que dirigir y ordenar y estaba contenta de ello.

No es que la temiese (un poco sí, seamos sinceros) pero no quería ser yo quien diese el paso, así que empecé a llegar tarde a las citas y a poner escusas increíbles para forzar la situación.

Aquella tarde, en el café que habiamos quedado, la encontré en actitud de modelo posando ante los fotógrafos de la prensa, más guapa aún que cualquier otro día y con un humor de perros. Claro me había retrasado más de media hora y ella no podía consentir ese feo.

Aquella tarde, Marián volvió a ser María de los Ángeles y yo dejé que me dejara.

Ahora, cuando estoy con los amigos, si nos referimos a ella, la llamamos Lady Di.