El paseo

Al salir del portal encuentro una amplia acera y un jardín donde se enseñorean el sauce, los álamos blancos y algunos rosales; todos ellos custodiados por setos de aligustres y una cerca de piedra con malla metálica que protege la propiedad.

A través de un acceso que divide el jardín en dos partes, desemboco a un paseo que discurre paralelo a la carretera.

El paseo se extiende a derecha e izquierda como una gran avenida. Hay tramos en cuyos bordes se alternan añosos álamos blancos y chopos, secciones ajardinadas con pequeños arbustos y plantas de jardín. Durante todo el año, multitud de aves amenizan el caminar de los vecinos con sus cantos. Parece que la frondosidad de los árboles les invita a permanecer en este lugar.

Espaciados, aparecen bancos de dos facturas; unos más antiguos, de madera ya oscurecida por el sol, el agua y el tiempo y otros más modernos que aún mantienen el color del barnizado original. El embaldosado hace cómodo caminar a la sombra de los árboles en verano y evita embarrarse los zapatos en tiempos de lluvia.

En la distancia, subiendo desde la parte izquierda del paseo, puedo ver a dos personajes que aparentan unos cuarenta años aproximadamente.

Son un hombre y una mujer que se desplazan paseo arriba con verdaderas dificultades.

El hombre, con pasos extremadamente cortos, parece caminar sobre las puntas de los pies, dando la sensación de avanzar con pequeños saltos; sin embargo tiene que detenerse de cuando en cuando para esperar a la mujer que, apoyada en un andador, avanza sobre las frágiles piernas entre contorsiones, cargando el peso a un lado y al otro.

Todos los días los veo hacer este recorrido, seguramente para mantener el tono muscular que perderían si no lo hicieran. Todos los días me maravillo cuando los veo progresar por el paseo a veces, incluso, con el carrito de la compra o cargados con alguna bolsa. Sin escatimar esfuerzos.

No puedo evitar admirarlos profundamente.