Lucía

Lucía estaba preocupada. Desde el jueves pasado no había vuelto a ver al chico del autobús.

Temía que le hubiera podido pasar algo. No es que estuviera enamorada de él, pero era muy majo y le caía simpático a pesar de lo tímido que se le veía.

Se daba cuenta de que le había gustado, mucho, según parecía; no había más que fijarse en la manera en la que él la miraba o, mejor dicho, fingía que no la miraba. Se hacía el distraído cuando sus ojos se enfrentaban y, en alguna ocasión, hasta llegó a sonrojarse.

Al principio había sido divertido, le resultaba gracioso ver cómo él luchaba consigo mismo para evitar acercarse a ella. Aunque sólo tenía doce años, una mujer sabe esas cosas sin necesidad de que nadie se las diga. Más tarde, le empezó a fastidiar que fuera tan retraído y no fuera capaz siquiera de mirarle abiertamente a los ojos. Sabía que tenía unos ojos muy bonitos, todos se lo decían, y estaba segura de haber captado su atención, pero él no le dirigió la palabra en todo el tiempo en que coincidían en el autobús.

Intuyó, entonces, que sería ella la que debía tomar la iniciativa, aunque no llegaran más que a una amistad, podrían hablar durante el trayecto, quedar algún día con los amigos, ir al cine o cualquier otra cosa.

Últimamente, había empezado a pensar en él y había ensayado, incluso, algunas frases para intentar un acercamiento.

El último día que lo vio, le pareció más guapo y más alto que otras veces; creía que le estaba empezando a gustar un poco y cuando él se sentó tan cerca, estuvo tentada de iniciar una conversación, intrascendente, eso sí, para romper el hielo de alguna manera y provocar algún tipo de reacción en él. Sin embargo, algo debía estar pasando porque también ella pareció turbarse con su proximidad y no se atrevió a dirigirle la palabra.

A pesar de todo cuando, tras unos minutos de silencio, él se levantó para apearse en su parada, no pudo evitar dirigirle el voz alta una palabra de despedida que, a la vez, era un saludo.

– Adiós. – Le dijo mientras se dirigía a la puerta de salida.

Le pareció que él musitó, muy bajito, algo a modo de despedida.

Ahora piensa que podría haberle pasado algo; un accidente, que se ha puesto enfermo, que se ha mudado a otra casa o cualquier circunstancia que le impida estar en la parada como cada día hasta el último jueves.

Lo que ella no sabe es que tan grande es la inseguridad de Carlos y tanto le intimidan sus bonitos ojos grises que, temeroso de no estar a la altura, ha preferido no volver a verla antes que sufrir el tormento del rechazo.