Sivi ochi

La encontraron unas mujeres que iban a mariscar, muy temprano.  A pesar de los primeros rayos del amanecer, apenas era visible.

Rodeada de algas, lograron distinguir a una mujercita menuda, tendría apenas dieciocho años, con el pelo moreno enmarañado y que aparentaba dormir plácidamente sobre la arena.

Cuando la auxiliaron, se encogió asustada. Abrió los ojos con actitud temerosa y desorientada. Parecía no entender la cháchara atropellada de las mariscadoras.

Entre todas, la ayudaron a levantarse y la llevaron hasta una casita, a pie de playa, donde se acumulaban remos, redes y otros aperos de pesca. Una de las mujeres corrió hacia el pueblo de donde vino, poco después, con ropa seca, toallas y algo de comer y con grandes aspavientos le invitaron a vestirse y tomar algún alimento.

Era evidente que debía haber caído de algún barco. Vestía vaqueros de marca y una camiseta blanca sin bolsillos, los pies descalzos.

No llevaba encima documentación ni cualquier otra cosa que pudiera ayudar a identificarla. Al poco, comenzó a dar signos de ir entendiendo a aquellas mujeres que hablaban ya más despacio; pero no lograron que dijera su nombre ni de dónde provenía.

No lo recordaba.

Acudieron a la comisaría para explicar el caso. Las pesquisas sobre la posible desaparición de una muchacha de aquellas características nunca dieron resultado. De esto hace hoy cinco años.

Sus ademanes suaves, la dulzura de su voz y su mirada transparente hicieron que el pueblo, en su conjunto, la recogiera como hija adoptiva. Hubo quien llegó a especular con que fuera una rica heredera o incluso que descendiera de la nobleza.

Sus profundos ojos grises, que recuerdan la bruma del amanecer, motivaron que empezaran a llamarla Aurora.

Aurora es querida por todos. Finalmente, acogida en la casa de un viejo pescador cuya esposa se encariñó tremendamente con ella.  Es una jovencita bien dispuesta y espabilada que ha venido a endulzar la vejez de sus anfitriones.

Pero Aurora tiene una espina clavada que no le deja disfrutar plenamente de la buena fortuna que otros podrán llegar a envidiar. No logra recordar de dónde vino, quién es ni si ha dejado parientes en algún lado.

Esta preocupación ha venido a causarle no pocos desvelos y lágrimas porque a pesar de ser agradecida, aquellos que tan bien la tratan no son, en realidad, su familia.

Ahora hace un año que llegó al puerto un navío entre cuyos tripulantes venía Andrey, un búlgaro que bajó la escala, petate al hombro, más lleno de sueños e intenciones que de pertenencias.

A sus treinta años, llevaba más de diez rodando por el mundo. China, Turquía, Marruecos, Brasil… todo el mundo era su patria y en todos los lugares se sentía a gusto, pero si había un lugar que le llamara especialmente la atención era la costa gallega y, esta vez, traía la intención de quedarse.

Se encontraron en la plaza, cuando él la detuvo para preguntar, con su característico acento, por una pensión que le había recomendado un amigo, otro tripulante que había desembarcado en Gijón.

El impacto fue inmediato, la seguridad y el carisma que Andrey irradiaba conmocionó a Aurora que, inmediatamente, supo que aquél hombre sería, a partir de ese momento, su destino y toda su familia.

La búsqueda había terminado al fin.

Andrey, por su parte, se perdió en el fondo de aquellos ojos, en aquel mar gris que le recordaría siempre los momentos previos al amanecer desde la borda de un barco y comprendió que aquél era el puerto donde debía amarrar para el resto de su vida. Aquellos ojos a los que él llamó Sivi ochi.