Mía

A Olga y a Cucha.

Aquel día mamá vino un poco más tarde de lo común, pero antes de que empezáramos a protestar, llevándose un dedo a los labios, nos señaló el camino de la cocina. Allí, con aire misterioso, nos ofreció la caja de zapatos que llevaba cogida con ambas manos y que depositó cuidadosamente sobre la mesa.

La tapa tenía varios agujeros y era evidente que algún tipo de ser vivo viajaba en su interior, pero en aquellos momentos, la impaciencia y la desbordante imaginación de dos chiquillos de siete y diez años se enfrentaban contra toda lógica y empezábamos a lanzar posibles respuestas sin sentido, todo hay que decirlo, a la pregunta que estaba en el aire y que ninguno de los tres pronunciaba.

– Un conejito. – Decía mi hermana.

– Un cocodrilo. – Decía yo.

– No, una tortuga.

– ¡Qué va! Un pingüino.

– Venga, niños, dejad de decir tonterías. ¿Por qué no abrís la caja? – Nos instó mamá.

Los dos queríamos abrirla a la vez, y ninguno lo hacía, como era habitual en nuestras continuas disputas.

Mientras forcejeábamos, más contra nuestras propias inseguridades que entre nosotros, un ligero, aunque agudo quejido nos detuvo en plena brega silenciosa.

Era, sin duda, un maullido. El gatito tenía que ser diminuto y, en efecto, así era. Destetado ese mismo día.

Una amiga de mamá le había ofrecido un mes antes uno de los gatitos de la camada. Su gata había parido tres gatitos y mamá había elegido el que, desde que su amiga se los mostrase, le llamó la atención por el pelo rayado en tonos grises destacando entre sus hermanitos de tonos canela y blanco.

Era una bolita de pelo que se movía de forma autónoma y que empezó inmediatamente a reclamar nuestra atención con nuevos maullidos, esta vez más fuertes, como con plena conciencia de estar reclamando su sitio.

Mi hermana pretendió hacer valer su mayor edad para ponerle nombre pero yo, como hombre de la casa quise, también, imponer mis derechos. Nuevamente empezó la discusión.

– El gatito se va a llamar Micifú. – Exclamó Marta.

– No, Rayitas. – Defendí señalando al minino.

– ¡Niños, niños! Ya vale. No es un gatito, es una gatita.

– Sentenció mamá. – Así que tenéis que pensar en un nombre que le vaya bien, el nombre es importante, porque será para toda la vida.

 

La reflexión que mamá nos imponía no detuvo nuestra guerra permanente y, ahora, se presentaba otro motivo para la reyerta. ¿Quién era el amo de la gatita?

– La gatita es mía, que soy la mayor y yo le pondré nombre.

– ¡Ni hablar! Es mía, porque yo la voy a cuidar.

– De eso nada, es mía.

– Que no, que es mía.

 

Esta vez, la pendencia fue a mayores y los gritos empezaron a desquiciar a mamá que, como siempre, se vio obligada a intervenir.

– A ver. No empecéis como siempre, que me sacáis de quicio. Los dos decís lo mismo: ¡Es mía, es mía! Pues ese va a ser su nombre, Mía. Además, ¿No habéis oído cómo se presentaba ella cuando habéis levantado la tapa? Ha dicho Míaaa.

Mía fue una gatita feliz. Sus primeros años tuvo dos compañeros de juegos infatigables, conforme fue creciendo se calmó Mía, se calmó Marta y me calmé yo.

Cuando nos marchamos de casa, siguió acompañando a nuestra madre, hasta que alcanzó los dieciocho años, una avanzada edad para un felino, y se fue dulcemente al paraíso de los gatos.