In Memoriam

A Jerónimo (1920-2010)

Cuando tenía nueve años murió su padre y él, el menor de siete hijos y una importante diferencia de edad respecto a sus hermanos varones, se vio en la obligación de hacerse cargo de su madre porque sus hermanos ya tenían otros deberes familiares.

Su primer empleo fue vender periódicos en la calle, voceando los nombres de los diarios mientras arrastraba las alpargatas.     

La guerra empezó cuando tenía dieciséis años. Para él, como para muchos, no fue una guerra, sino LA GUERRA, la que les tocó vivir a ellos y no a otros. La que deshizo España y enfrentó a dos bandos hasta la muerte y más allá de la muerte, hasta el rencor.

A los pocos días de empezar la guerra, a pesar de su edad, se presentó voluntario para ir al frente. Yo siempre he creído que fue una decisión poco meditada, una decisión que tomó con el corazón; pero, ciertamente, también estaba obligado por la necesidad.

Cuando llegó el momento, pensó que la mejor manera de ayudar a su madre sería enviarle su paga desde el frente.

Sirvió en la Columna Mangada y terminó en Albacete, en las Brigadas Internacionales con el propio General, de quien hablaba con orgullo y reconocimiento.

 Contaba del general que, al verle tan poquita cosa, porque además de joven era más bien pequeño, lo recogió como a un hijo y así empezó a llamarlo.

El fusil era más grande que él y su manejo le era tan complejo debido a su estatura que decidieron darle una pistola y se convirtió en cornetín de órdenes.

En más de una ocasión bromeó diciendo que era el que más mandaba en el batallón porque, hasta que él no tocaba una orden, no se ejecutaba.

Hasta entonces, nunca había salido de Madrid y conoció gran parte del país gracias a los desplazamientos que realizó con su compañía, así que la geografía de España que conocía no la aprendió en los libros, sino en las carreteras y caminos bajo fuego enemigo o, en el mejor de los casos, bajo las estrellas.

En su memoria se agolpaban multitud de recuerdos y anécdotas de aquellos años que nos contó una y otra vez y que nosotros, bromeando, llamábamos las batallitas del abuelo.

Cometió errores, como todos nosotros y, quizás, el mayor de ellos fue creer en la soberanía del pueblo que eligió a la República y en sus representantes, sin considerar que, como humanos también tenían sus debilidades. Guiado por los ideales, hizo una guerra para defenderlos y encontrarse, luego, en el bando de los perdedores, de los que como él, sufrieron el campo de concentración, más tarde la persecución e incluso el exterminio, algunos de ellos. No darse cuenta a tiempo, en resumen, de que las piezas del ajedrez se sacrifican sin miramientos mientras los jugadores se encuentran cómodamente sentados ante el tablero.

Fue, por lo tanto, un excombatiente de la guerra, pero hubo de ser un combatiente del día a día durante el resto de su vida.  Las cosas no fueron fáciles para los vencidos y, a pesar de su talante de tintes anarquistas, se obligó a callar y a agachar la cabeza, a tragarse el orgullo para sacarnos adelante como buenamente pudo, trabajando sin descanso y, aun así, con un optimismo envidiable.

Por fortuna, parece que el tiempo borró de su mente parte de los negros recuerdos de la guerra, de la postguerra y de todo aquel sufrimiento que fueran tan nítidos hasta hace solo unos pocos años.

Nos dejó al cumplir los noventa y en los años previos, recordando aquellos tiempos, hubo ocasiones en las que, incluso, llegó a pensar que vivió momentos felices.

Agosto 2010