Soledad   

A mis sesenta y tantos años; aunque soy joven aún para mi estirpe, me siento viejo y cansado, sobre todo en invierno.

Los gélidos vientos del norte, la humedad de la noche y la nieve me hacen estremecer mientras las estrellas, más luminosas cuanto más glacial es la oscuridad, brillan sobre mí y tiemblan como si también ellas padecieran ese frío helado que me penetra.

Cuando era más joven imaginé una vida más plena.

¡Tenía tantas ansias de vivir!

Deseaba compartir mi vida con otros como yo, pero estaba solo. No conocí a mis padres, ni a los hermanos que, seguramente, tendré. Crecí y vivo en un páramo yermo por el que la vida parece pasar de largo, donde las piedras casi impiden crecer la hierba y el abrasador sol del verano marchita los tímidos brotes de las flores silvestres, dándole un aire de inhóspito desierto.

Durante años esperé y esperé; pero nadie vino a acompañarme hasta que un día, al final de un verano, llegaron unos hombres con camiones cargados de máquinas y herramientas, para construir una carretera que hoy pasa a pocos metros de donde vivo.

El aire se llenó de su olor, del ruido de sus máquinas, de sus risas que llegaron hasta mí y me alegré con ellos. Fueron tiempos felices para mí, al fin tenía la compañía que tanto había deseado. Pero los sentí tan próximos y, al mismo tiempo, tan distantes…

Susurré, bajo la luna, las mismas melancólicas canciones que ellos entonaron en las cálidas noches junto a una hoguera. Conocí, entonces, el profundo lamento que puede brotar del pecho de una guitarra y de un hombre.

Sufrí con ellos cuando alguno se entristeció añorando a su familia. Comprendí que, aun estando juntos, ellos también se sentían solos, sobre todo en las noches. Aprendí también que todos echamos de menos a alguien.

Se fue el otoño y con él se marcharon los hombres dejándome de nuevo solo. Murmuré otra vez aquellas tristes canciones mientras temblaba al viento y los imaginé en sus pobres hogares, al amor de la lumbre y de los suyos y volví a alegrarme por ellos porque los supuse felices; pero esta vez la soledad me dolía aún más con su recuerdo.

Años después, comprendí que entonces no tenía nada que ofrecer a los demás, porque aún era demasiado joven. Ahora, cuando la primavera llega y los lánguidos brotes silvestres se abren camino a duras penas entre las rocas, despliego el verde follaje para acoger el nido de esas cigüeñas que, desde hace ya varios años, crían a sus hijos entre mis ramas y he descubierto que, cuando el viento mece mi copa, me resulta más fácil cantar y que pequeños pajarillos se posan sobre mí entonando canciones más alegres que las que aprendí de los hombres.

Durante el invierno, añoro a mis cigüeñas y a los pajarillos. Recuerdo con nostalgia la alegre primavera, el plácido verano y el dulce otoño.

Esperando con ilusión la caricia del sol que me traerá un nuevo despertar, duermo profundamente y, a veces, sueño con los hombres que hicieron la carretera.