Confesiones

El otro día me encontré con Anselmo. Sí, hombre, el hermano de la Teodora ¿te acuerdas? Me dijo que su chico, el Jose, se va a la capital a ver si encuentra trabajo. Estaba en una finca, la de la charca del gato, esa pequeña que hay al lado de la vía; pero el dueño la ha vendido y creo que van a hacer allí un chalet con piscina y garaje y todas esas cosas.

El pueblo está cambiando, los jóvenes se marchan y los mayores vuelven con dinero y se hacen casas nuevas en el campo. Para los fines de semana, dicen, pero cada vez vienen más a menudo y los que se han jubilado se quedan definitivamente.

Ni te imaginas de lo que me estoy acordando. Antes de casarnos yo también había pensado en marcharme a la ciudad; aunque apenas sabía leer ni escribir pensaba que allí me iría bien. Andaba yo rumiando esto cuando te vi por primera vez.

Sí, claro que te había visto antes, de chiquilla, con tus trenzas negras y la cara manchada de harina, te miraba pero no te veía. La primera vez que te vi de verdad fue aquel verano, junto a la plaza.

Yo acababa de licenciarme del ejército y volví para ayudar a mi padre en la siega, luego me quedé para la trilla y un día, después del almuerzo, llevaba la mula al abrevadero.

Mientras estuve en la capital vi una vez, cuando servía, una talla de una diosa romana en un museo que me pareció la criatura más bella que había contemplado nunca. Aquel día tú bajabas por la calle Real hacia la fuente y me pareció que era aquella misma estatua la que caminaba hacia mí, hermosa como las flores que las mujeres llevan a la virgen o como las garzas que se alimentan en la laguna. Hacía un calor de mil demonios y llevabas dos cántaros, uno en la cabeza y otro apoyado en la cadera; en tu frente brillaban diminutas gotitas de sudor y el sol arrancaba reflejos azules del pelo que te caía libre por la espalda, buscando tu cintura estrecha.

Cuando me miraste, sentí cómo el calor del suelo subía a través de mi cuerpo hasta llegarme a la cara como una flama. A fuerza de pura voluntad conseguí no sonrojarme, eso creo. En aquel instante tuve miedo, sí, miedo de no atreverme a hablar, de parecer un rústico patán incapaz de ofrecerte nada; porque en ese mismo momento me dije que tenías que ser para mí o desaparecer del pueblo para siempre, porque no iba a poder soportar verte y saber que fueras de otro.

Me hubiera escapado corriendo a esconderme en el último rincón del pueblo pero las piernas me temblaban. Sostuve tu mirada, desafiante, como si fuera una prueba de hombría y, entonces, me saludaste sin palabras, con una sonrisa que guardé en mi memoria hasta hoy, como se guarda una antigua joya de familia.

Carraspeé y, con todo el aplomo que pude, te pregunté que si eras María, la hija del panadero. En lugar de contestar, preguntaste con socarronería que si acaso ya no conocía a mis vecinos. Te dije que estuve dos años fuera y que en dos años la gente cambia mucho, que…

¡Cuántas veces he imaginado lo que hubiera sido mi vida si me hubiera marchado!

No te habría conocido y, seguramente, no sería la persona que soy ahora. No sé si mejor o peor, pero estoy convencido de que mi vida habría estado menos llena. Posiblemente habría conocido a alguna buena mujer, nos habríamos casado y tendríamos hijos.

Habría trabajado en la construcción o en algo parecido y no habría tenido que depender de la lluvia, la sequía y el granizo para que la cosecha y nosotros hubiéramos salido adelante. Habría tenido libres los domingos porque no tendría que cuidar a los animales.

Quizá habría tenido una vida más fácil, pero las comodidades que a veces hemos echado de menos en casa las sustituían esas pequeñas cosas que, durante toda mi vida, me dieron ganas de vivir cada día con todas mis fuerzas.

El canto del gallo al amanecer, el sol saliendo sobre las encinas por las mañanas, el tazón de leche tibia recién ordeñada, tus manos acariciando mi pelo, el calor de la lumbre en el hogar, la escarcha crujiendo bajo mis pies en las heladas de la mañana, el olor tibio de las vacas en el establo y del aire limpio en el prado, tus besos al pie de la encina, las migas del almuerzo, los baños en la alberca en las tardes de verano, los tomates recién arrancados de la mata, tu sonrisa, el sol poniéndose tras la sierra, tus risas bajo las sábanas…

¿Qué te parece? Antes ni me hubiera atrevido a decirte estas cosas y, sin embargo, ahora ya no me da vergüenza. Siempre ha sido difícil para un hombre como yo reconocer mis debilidades, que no era tan rudo como quería aparentar. Estoy seguro que tú, en el fondo, lo sabías incluso antes de que yo mismo me diera cuenta; si no ¿cómo habrías podido aguantarme? ¿No echabas de menos que te dijera cuánto te quería, que fuera más amable contigo?

Cuando murió el niño te enfadaste conmigo porque, durante su entierro, me mantuve sereno y orgulloso, me recriminaste mi poca sensibilidad y, sin embargo, callé y bajé la cabeza porque si te hubiera mirado a los ojos habría visto el sufrimiento de una madre ofendida y habría llorado más aún de lo que después lloré a solas por él, por ti y por mí. De forma absurda, estaba convencido de que era mejor para todos que no se me viera llorar, que debía dar ejemplo de entereza.

Ya ves cómo han cambiado las cosas. Ahora ya no me importa que me vean llorar cuando vengo a visitaros, mientras arreglo las flores y quito el polvo a esa piedra que nos separa.

Ya no me inquieta pedirte perdón por todo lo que te haya podido ofender con mi insensato orgullo de hombre, con la tozudez del ignorante que piensa que es más fuerte solo porque no muestra sus sentimientos.

Ahora solo espero que llegue el momento en que volvamos a estar juntos, para poder hablar contigo mirándote otra vez a los ojos.

Cada viernes, sus preocupaciones, las pequeñas anécdotas y los recuerdos hilaban su monólogo y, a veces, hasta tenía la sensación de que, en el interior de su cabeza, la voz serena de María le respondía. En esas ocasiones la echaba de menos todavía más.