Ahora es tu turno

Me vienen a la memoria, sin nostalgia, pero con mucho cariño, momentos, lugares y personas que viví o conocí cuando aún no había llegado a la veintena.

A veces me gustaría recuperar aquel arrojo e inconsciencia que nos poseía entonces. El hambre de conocer, de disfrutar, de VIVIR, que teníamos cuando aún no habíamos empezado a abrirnos a la vida de forma independiente.

No hablo de mí, sino en general. Hablo de la forma que teníamos toda una generación de bebernos la vida, un colectivo que, como otras generaciones, estoy seguro, pasamos por un sinfín de etapas experimentales con mayor o menor fortuna.

Entonces, la unidad era el grupo y fue el grupo nuestra primera escuela de democracia real, sin aprendizaje previo y sin la oportunidad de imitar un modelo establecido, ni siquiera en casa. Todo se decidía de forma mayoritaria, cuando no unánime. El individuo se supeditaba al grupo.

Pero, en el fondo, todos y cada uno de nosotros nos sabíamos únicos, a pesar de que el grupo nos imprimiera un sello de identidad.

Hoy llaman tribus urbanas a lo que yo estoy nombrando como grupo y cada sujeto sigue, como entonces, convencido de ser exclusivo, a pesar de que escuche la música que suele definir al grupo, piense como el grupo, se vista como el resto del grupo…

En aquellos años también pretendíamos ser distintos (cada uno) y especiales a nivel individual, todos y cada uno de nosotros imaginábamos haber inventado la rebeldía, la necesidad de libertad y, sobre todo, el amor y, aunque comprendíamos muy bien al compañero cuando explicaba sus vivencias, cada uno de nosotros imaginaba ser diferente.

La ilusión que cada acontecimiento, grande o pequeño, inundaba nuestro espíritu y nos hacía abrir los ojos como si aquello fuera único en el mundo y nos hubiera tocado (a nosotros y solo a nosotros) la inmensa suerte de vivirlo. Creíamos que la vida nos hacía un regalo exclusivo.

En realidad, no nos percatábamos de que toda esta amalgama de sentimientos, encontrados a veces, no era más que un cóctel de hormonas que nos hacía volar sobre la realidad y cuya química, seguramente, era muy diferente de las drogas que se distribuían, pero que surtían un efecto muy similar.

Efectivamente, no inventamos sentimiento alguno, nuestras ambiciones no eran muy diferentes de las que movieron a la humanidad en generaciones anteriores, pero la sensación de ser únicos, diferentes e incluso mejores nos embriagaba hasta tal punto que nos faltaban horas en el día para disfrutar de la novedad de cada minuto, de cada segundo…

Nuestra hora pasó y es el momento de los que venís, empujando, como siempre se ha dicho.

Hoy, hijo mío, dices que estás viviendo algo especial, que la vida gira entorno tuyo, que no puedes dejarla pasar y que tienes que subirte al tiovivo porque te resulta imposible resistir.

Veo en tus ojos la misma ilusión que, seguramente, pudo ver mi padre en los míos. Este es tu momento histórico y tienes ciertos temores: no sabes qué va a ocurrir más adelante y si llegarás a controlar la situación, pero estás lleno de fuerza y de esperanza; crees que el mundo, necesariamente, ha de cambiar, sobre todo porque ahora tienes motivos por qué luchar.

Has venido a mí pensando que no iba a entenderte, pero mientras tenga recuerdos, seré capaz de comprenderte y de ponerme en tu lugar, aunque sea a mi particular manera y aplicando el filtro de la edad.