El paquete

 

El hombre tiene muchos más deseos que necesidades, pues la vida es corta y nuestro porvenir limitado.

Goethe

     En un pueblo de Castilla, cuyo nombre no viene al caso, nació mi madre.

Como era la costumbre entonces, se le puso el nombre del santo del día, Gloria, por ser Domingo de Resurrección; aunque peor suerte habían tenido sus hermanos Hermenegildo y Casilda con la misma práctica.

En mitad de los cincuenta, tuve a bien aparecer en los Madriles berreando para dar más guerra de la que mis padres imaginaron y cuando contaba con cuatro añitos, empezaron a llevarme al pueblo originario de mi señora madre durante los veranos “para que respire aire puro el chiquillo” explicaban; pero yo creo que era para liberarse temporalmente del cargante mocoso que los traía de cabeza.

Mi abuela materna, tenía un hermano “de posibles”, como decía mamá. Poseía Francisco unas diez fanegas de tierra que distribuía entre huertas, viñas y olivos; además de una hija, Paloma, en plena pubertad, con bien pocas ilusiones y muchos miedos.

Paloma, había sufrido varios años antes un “paralís” (como también decían en casa) consecuencia de una poliomielitis para la que aún no se impartía vacuna.

Paloma la cojita, que así la conocía todo el pueblo, no era una muchacha agraciada de cara y, a pesar de la bota con alzas, mantenía una cadencia extraña al andar que recordaba a las barcas amarradas en el muelle. Estoy seguro de que los complejos la debían atormentar gran parte del día y, aún más, de la noche, cuando las faenas de la casa le dejaban la mente libre para sus más íntimos pensamientos.

Pero si Paloma tenía una debilidad eran los niños. Imaginando un futuro sin marido y sin hijos, se volcaba en los cuidados de su primo segundo, que era yo, aunque la llamara tía, y todo era cariño y juegos donde yo era el muñeco que vestía, alimentaba y bañaba y, claro, disfrutaba como lo que era, un niño.

El caso es que paloma ejercía de madre, hermana, prima y tía conmigo y yo era un chiquillo extremadamente feliz en casa de mi abuela durante aquellos veranos.

Desde donde alcanza mi memoria, el recuerdo más impactante de mi infancia fue el día que descubrí la bota ortopédica de tía Paloma. Aquello fue para mí una revelación que rompía totalmente mi esquema de la simetría en el mundo. Aunque más tarde descubriera que la simetría absoluta no existe en la naturaleza, entonces me pareció el hallazgo más importante de mis ya casi siete años, casi tan importante como el vino espeso de aquella tierra que Paloma me diera a probar ese mismo verano.

Me obsesionaba la bota, comprobar que aquel apéndice de cuero siempre brillante formaba parte de mi tía hasta integrarse con ella como los dedos en una mano o los ojos en mi cara. Nunca, nunca la vi descalzarse y mi imaginación infantil sopesaba la posibilidad de que el pie de mi tía fuera, en lugar de un pie ligeramente más pequeño que su pareja, una garra o un muñón informe.

A pesar de todo, pocos años después, a tía Paloma le salió novio: Paco el bizco.

Paco, ligeramente estrábico, miraba con un ojo la dote que Paloma recibiría mientras que el otro se dirigía furtivamente hacia la Balbina, una moza de muy buen ver que rozaba entonces la veintena, de mejillas encendidas y redondeces absolutas.

Nunca supe si Paloma no lo veía o no lo quiso ver, pero el noviazgo siguió adelante y terminó en boda. Y el día de la boda, a mis diecisiete años, vi por primera vez la pierna de mi tía.

Como era costumbre subastar la liga de la novia entre los invitados, sus amigas no se anduvieron con miramientos, le alzaron el vestido y allí estaba, una pierna delgadita enfundada en una media blanca rematada por su inmaculada bota ortopédica, brillante como su propia sonrisa. Sé que mis ojos miraron de forma descarada aquel miembro, pero lo que no podía dejar de mirar era la reluciente bota, tan marrón al final de la media blanca.

Y Paloma se dio cuenta, tuvo que darse cuenta, porque me lanzó una sonrisa condescendiente que me hizo ruborizar.

 No sé si tío Paco aprendió a ser discreto o si, finalmente, se le enfrió la calentura que la Balbina le producía, el caso es que la tía Paloma empezó a sonreír con más frecuencia, a cuidarse y arreglarse y, pasando el tiempo, hubo una época que hasta llegó a parecer guapa.

Transcurrieron los años y los parientes del pueblo fueron desapareciendo, los hermanos de mamá se fueron; Casilda a Suiza y Hermenegildo a Barcelona, luego la naturaleza fue reclamando primero al abuelo, más tarde al tío Francisco y después a la abuela, que pasaron a integrar la comunidad del camposanto.

Nuestros viajes se habían ido espaciando desde hacía ya bastantes años, pero siempre que iba al pueblo, mi primera visita era, indefectiblemente, a la tía Paloma, que era como mi segunda madre.

Hace un mes fuimos al entierro de mi tía Paloma, los últimos años se sentía más débil y dolorida y ya se quejaba del paso de los años.

Ayer recibí un paquete del tío Paco con una breve nota:

Tía Paloma me pidió que te hiciera llegar lo que te ha obsesionado tantos años.
 

Bajo la nota, cuidadosamente envuelta en papel seda, estaba la bota ortopédica de tía Paloma, eso sí, lustrada y más brillante que nunca.