El uno por el otro...

Subió a la casa para ordenar algunas cosas.  Allí, sobre la mesilla del dormitorio, estaba el pequeño cuaderno de tapas verdes…

Se sentó en la cama, aquella de donde se lo llevaron dos días antes y comenzó a leer aquel breve diario pensando que solo encontraría amargura, tal y como parecía destilar su padre en los últimos meses.

Tiempo atrás ya había hablado con su médico y era consciente del avance de la enfermedad, conocía el tratamiento paliativo que le estaba suministrando para mitigar los dolores y creía entender la carga psicológica que todo ese proceso habría provocado en el hombre.

Siempre lo había tenido por una persona muy fuerte y pensó que, a pesar de lo trascendental de lo que ocurriría, no le había afectado demasiado porque asumía su próxima muerte como algo tan natural como la propia vida o, como tantas veces le oyó decir, una etapa más de la misma. En cierto modo tenía razón, no estaba realmente asustado; sin embargo Lucía, que presentía mucho más lejano el desenlace, no había imaginado la urgente necesidad que sintiera de arreglar determinadas situaciones antes de marcharse.

Cuando hubo llegado a cierto punto de la lectura, las palabras de su padre le hicieron comprender su empecinamiento para no ir a vivir con ellos. ¡Tanto como se lo había pedido! Ahora se daba cuenta de que la enfermedad y la medicación habían herido su orgullo dejándolo indefenso y, claro está, más sensible; ya no era el simple hecho de no querer dar problemas a su gente, sino que se avergonzaba de las secuelas que estaban minando su cuerpo y que podrían desembocar en una clara dependencia.

Se acentuó su carácter, correoso ya de por sí y se fue haciendo, cada vez, más difícil de tratar.

Durante aquel tiempo, ella intentó ser comprensiva, pero la intransigencia de su padre la exasperaba y, a veces, la situación se hacía tan complicada que le resultaba extremadamente difícil no violentarse en contra de él.

Exactamente lo mismo que a él le ocurría con ella.

Le había dicho muchas veces que estaba enfadado consigo mismo porque había un montón de cosas que siempre había hecho por sí solo y que ya no podía. Ella le restaba importancia, pero ahora comprendía que aquello minara ese amor propio del que siempre hiciera gala.

Se sentía culpable por las discusiones que había iniciado con él creyéndole menos comprensivo de lo que en realidad era y concluía, finalmente, que tanta responsabilidad tenían el uno como el otro de aquellos enfrentamientos que no llevaban a ninguna parte positiva, solo a enrabietarse.

Evocó aquellos tiempos de niña, en que se mostraba como un hombre paciente y cariñoso, aunque exigente, eso sí, pero reconocía que nunca le exigió más de lo que fuera capaz de dar por sí misma sin necesidad de llegar al sacrificio.

En aquellas páginas descubrió que su padre la quería y respetaba tanto como ella lo quería y respetaba; a veces había llegado a pensar que era un egoísta que solo se preocupaba por él mismo y que no la correspondía.

Al finalizar la lectura, respiró profundamente. Poco a poco, una mezcla de alivio y profunda pena inundó lentamente su interior, como agua que manase de una fuente. Segundos después, la fuente se desbordaba en un caudal de lágrimas; de tristeza por la ausencia de su padre y, a la vez, de alegría por descubrir el profundo cariño que aquel hombre le estuvo ocultando tanto tiempo.

Durante largos minutos se estremeció sacudida por el llanto. Un sollozo ahogado al principio que, paulatinamente, se fue abriendo sin trabas para convertirse en un llanto convulso pero reparador al final; lágrimas que desahogaban y consolaban el sentimiento de desamor que, durante los últimos años, experimentara junto a aquel hombre al que tanto quiso y lloró de rabia, por no haber sabido entenderlo y hacerse entender y por no haberse despedido de él con un abrazo.

Un par de horas más tarde, ya en su casa, refugiándose en el pecho de Antonio, susurró un último lamento apenas audible: ¡Yo sí que soy imposible!