Un día más

El hombre se dirigía a la puerta despacio, como pensando qué pie poner delante del otro. Conforme avanzaba por el pasillo, iba abrochándose el raído chaquetón, descolorido por el agua y los años e intentaba cubrir con la bufanda esa parte de la nuca que le provocaba escalofríos cuando le daba corriente.

Al abrir la puerta un violento soplo helado levantó su flequillo y le hizo encogerse, como queriendo mantener pegado a su cuerpo el calor de la cama que había abandonado apenas unos minutos antes.

De espaldas al viento, cerró cuidadosamente la puerta de su casa con tres vueltas y guardó en su bolsillo la llave.

Dos años atrás, al volver del trabajo, encontró un día la puerta abierta y dentro un caos de papeles, de cajones y ropa tirados por el suelo, el armario abierto y un sinfín de pequeños objetos que habían adornado el mueble del salón, rotos y pisoteados. Al salir había tirado de la puerta, pero sin bloquear la cerradura con la llave y así se colaron en busca de un botín que realmente no existía.

Poco pudieron llevarse, porque poco había, un televisor portátil, una cruz de plata (recuerdo de su mujer) y una cajita metálica donde guardaba sus escasos ahorros (apenas el sueldo de tres días).

Ni siquiera denunció el robo. Tan poco valor tenía lo sustraído que no hubiera merecido la pena bajar hasta la comisaría, dejar todo tirado por los suelos hasta que llegaran los policías y la complicación de los trámites de la denuncia, así que recogió sus cosas del suelo, las ordenó y colocó en sus sitios respectivos y tomó nota mental de no volver a dar facilidades a los intrusos, más que nada por ahorrarse el trabajo añadido de tener que ordenar y limpiar.

Camino hacia el metro comprobó que el suelo estaba mojado, pero ya no llovía. Había oído llover a ratos, desde la tibieza de las sábanas y la sensación de bienestar que sintiera entonces se había ido transformando, poco a poco, en el desaliento que todos los días le causaba ir hasta el otro extremo de la ciudad, realizar un trabajo mal pagado que odiaba y que le iba socavando la salud día tras día.

Encendió un cigarrillo y tosió, larga y profundamente, con ese sonido áspero que le confería la bronquitis adquirida tras largos años de tabaco y de un penoso trabajo entre fibras de algodón.

Como siempre, se maldijo a sí mismo por no ser capaz de dejar el tabaco, sobre todo el cigarrillo de la mañana. Como siempre maldijo a su suerte por no haber dejado ese odioso empleo que estaba minando sus pulmones y otra vez a sí mismo por no haber aprendido a hacer otra cosa en toda una vida.

Miró al cielo.

Desde la negrura destacaban algunas estrellas que asomaban tímidamente entre los claros de las nubes.

Aceleró el paso, más por frío que por prisa. Iba temprano, como cada día; de hecho, odiaba esa sensación que le provocaba llegar tarde y prefería llegar holgadamente, con tiempo sobrado y ser de los primeros en entrar en la fábrica.

Comenzó a tararear una cancioncilla que, a saber por qué, le había surgido al despertar, insistente y machacona en su cabeza; ni siquiera era una canción que le gustara, era el fondo musical de un anuncio que se veía últimamente en la televisión y del que no recordaba siquiera qué producto trataba de vender.

En el andén le envolvió, de pronto, el tibio tufillo del aire viciado y el de algún transeúnte poco amigo del jabón, le arrulló el murmullo sordo de los pasos y algunas palabras aisladas de las conversaciones quedas de aquellos que aguardaban al tren.

A esa hora no había demasiado personal y podría sentarse si se colocaba convenientemente cerca de la puerta. La fuerza de la costumbre le llevó exactamente al lugar en el que, todos los días, se colocaba para esperar.

Cuando llegó el convoy vio, justo enfrente de la puerta, tres asientos disponibles y se dirigió hacia el último de ellos porque tenía dónde apoyar el brazo.

Ya sentado, descansó la cabeza sobre la mano izquierda y cerró los ojos.

El dulce calor del ambiente y el vaivén del vagón sobre las vías le indujeron, en unos pocos minutos, a un sueño ligero y reparador.

Otra vez, como se venía repitiendo últimamente, soñó que estaba tumbado al sol en un prado de alta hierba, cuajado de amapolas y flores blancas y amarillas. Hacia él caminaba Susana, su esposa desaparecida hacía ya trece años, lentamente, sonriendo y ofreciéndole la mano.

Este era el único momento del día en que era totalmente feliz, dejándose llevar sin oposición hacia el abandono de una muerte dulce.