El Impostor

La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.

Groucho Marx

 

Aquel hombre tenía, podría decirse, un sexto sentido.  Bueno, en realidad no es que poseyera un sentido que no tengamos los demás, era, simplemente, que tenía un olfato tan desarrollado como un perro. ¿Qué digo un perro? como un elefante.

Cuando era niño creía que todos los demás disponían de su misma facultad pero, normalmente, nadie le hacía caso cuando decía, por ejemplo, que estaban cortando el césped en el parque que había seis kilómetros más arriba de su casa, aunque soplara el viento desde aquella dirección.

Poco a poco se fue acostumbrando a aquellas pequeñas proezas a las que nadie daba importancia y aprendió a convivir con toda suerte de aromas y hedores, a pesar de las diferencias entre ellos.

Nadie sabía por qué le gustaba frecuentar a determinadas personas mientras trataba de evitar a otras; pero su nariz sí que lo sabía.

Intuyó que con el tiempo esa facultad podría serle de algún provecho y venteaba el aire, no siempre con disimulo, para adivinar que se había producido un incendio lejano, o que estaban regando la plaza del pueblo o, incluso, que su vecino estaba a punto de doblar la esquina.

La constante práctica, que además no le costaba ningún esfuerzo, le ayudó a distinguir olores absolutamente imperceptibles para los demás a distancias cada vez mayores.

No fue un buen estudiante, tampoco tenía gustos definidos por ningún tipo de trabajo, pero lo que sí deseaba fervientemente era viajar, conocer mundo y pueblos lejanos y, con diecinueve años, decidió hacer realidad aquel sueño y emprendió viaje.

Pasó por pueblos prósperos, donde se empleaba temporalmente en pequeños trabajos que le daban lo suficiente para subsistir, incluso pudo guardar algún dinero, pero que no le daban satisfacción alguna porque su afán seguía siendo viajar y conocer otros lugares y personas.

Conoció el desagradable olor de los motores de explosión que empezaron a ponerse de moda, de los contenedores atestados de inmundicias que la gente arrojaba al salir de sus casas y también las agradables fragancias que perseguían a algunas damas, a jabón y lavanda, hierbabuena y limón.

Y siguió viajando y conoció pequeñas aldeas donde las emanaciones del estiércol inundaban el aire y que se trocaba en agradable olor a resina cuando el viento lo traía desde algún pinar cercano.

En aquellas largas caminatas entre un pueblo y otro, hubo de refugiarse al abrigo de cabañas de pastores o alguna cueva, cuando percibía en la lejanía el olor de la lluvia que se aproximaba.

Esta vez, se dirigía rumbo al sur, donde la estación seca podía durar un año completo y la gente del campo dependía casi totalmente de la lluvia.

Desde una loma distinguió un pequeño pueblo rodeado de terrenos de cultivo.  Hacía bastantes meses que no llovía por la zona, eso se veía en la escasa frondosidad de los árboles, en los matorrales moribundos y las hierbas ralas y resecas que bordeaban el áspero camino.

Desde hacía un buen rato venía percibiendo un lejano aroma a tierra mojada. Llegaba desde el oeste de forma persistente y calculó que las nubes aún tardarían escasamente cinco horas o seis, a lo sumo, en llegar al valle. Allí se extendía aquel pueblecito cuyo centro presidía, orgullosa, la torre de la iglesia.

Bajó el camino que llevaba hasta la plaza y allí entró en el único comercio que se abría al soportal. Era un local oscuro, abigarrado de objetos de todo tipo; alpargatas, botas de vino, aperos de labranza y un maniquí desportillado que lucía un polvoriento traje de trabajo. Al fondo un mostrador renegrido donde un hombre de mediana edad, gordo hasta la caricatura, ofrecía una frasca de vino a un par de parroquianos. A la vez despachaba garbanzos, de un saco que había detrás de él, a una señora que portaba un cesto de cáñamo.

    - Buenos días. – dijo el hombre.

    - Buenos días tenga. – le contestó el gordo.

    - Póngame un vaso buen hombre que vengo requemado del sol y me arde hasta el colodrillo.

El tendero le tendió un vaso tras frotarlo con un trapo que llevaba colgado del cinto y que parecía no haber visto el agua desde el último diluvio.

Bebió ansioso y pidió otro.

Mientras daba cuenta del segundo y aún de un tercer vaso, el hombre comenzó a hacer sus indagaciones y confirmó sus sospechas.  No había llovido desde hacía muchos meses y las cosechas auguraban un futuro lamentable.

Los curtidos parroquianos, severos hombres de campo, dieron a entender que ya eran presa de la desesperación porque veían perderse la cosecha y ya el año anterior había sido malo, por lo que veían muy negro el futuro.

Como si aquello no tuviera importancia, empezó a decirles que si no llovía era porque no querían, ya que era realmente sencillo atraer el agua mediante unas oraciones que él conocía y que tenían probada eficacia según él mismo podía atestiguar.

Al principio lo tomaron a broma, pensaron que era un guasón que pretendía tomarles el pelo y empezaron a mirarle de forma desabrida y echando mano a sendos bastones que portaban.

    - De muy mal gusto sería hacer burla de aquella gente que tan mal lo estaba pasando. – Dijo el redondo tendero.

Sin embargo, tras unos comentarios un tanto oscuros y dando razón de un tal San Pito Pato del que dijo ser muy devoto, logró calmar a aquellos dos campesinos, no sin antes prometerles que les enseñaría las oraciones para su provecho; aunque sería razonable que, si ellos se iban a beneficiar de la lluvia, también él recibiera una compensación que de justicia se merecía.

Dijo que iba de paso y que se decidieran pronto para poder él proseguir su camino y que, además, sería más potente el sortilegio cuanta más gente rezase con él las oraciones.

Decidieron los labriegos ir a ver al alcalde y exponerle el asunto, dado que podría convocar a todos los vecinos para que se unieran a la invocación al santo.

El hombre respiró aliviado al descubrir que el alcalde era tan simple como los dos hombres que habían aceptado el trato y que, con un bando improvisado, reuniría a los vecinos en la plaza.

El trato sería el siguiente:

Todos los vecinos rezarían con él en la plaza del pueblo para llamar al agua y sólo cuando la nube llegara al lugar y descargara la preciada lluvia, cobraría él una aportación por cabeza. Sin embargo, si llegara la amanecida sin agua, recibiría una buena tunda en lugar de los dineros que acordaron.

Levantó la cabeza como mirando al cielo y aspiró profundamente para verificar si saldría bien parado según sus cálculos. Y estimó que en tres horas poco más o menos, llegaría la tan ansiada nube y descargaría el chaparrón sobre aquellos campos resecos.

El cura decía conocer que San Isidro Labrador era patrono de agricultores, pero que aquel San Pito Pato le sonaba a chufla y no creía que aquel santo, que tanto nombraba el hombre, fuera patrón del campo y menos aún que trajera la lluvia. Desde la puerta de la iglesia, se santiguaba y los llamaba herejes sin atreverse a intervenir abiertamente, pues conocía bien a aquella gente y sabía cuán cerriles eran y cuáles las consecuencias si se ponían cabezones. 

Y es que, cuando la desesperación aprieta…

Subió el hombre a la entrada de la iglesia y el cura, no queriendo dar pábulo a aquél charlatán, se retiró a la sacristía. El hombre aleccionó a los presentes indicándoles que repitiesen cuanto él dijese y comenzó su improvisada letanía:

San Pito Pato bendito,

pájaro que nunca anida.

Ayuda a este pueblo un poquito

y tráeles unas gotitas.

Buenas nubes, nubarrones.

Que caiga agua a montones.

Que se moje bien la tierra,

que las acequias se llenen,

que los cultivos se rieguen

y se colmen las paneras.

Haz la bondad tú que puedes.

Estuvieron más de dos horas repitiendo la oración, como si les fuera en ello la vida.

Y así rezaba el pueblo entero, incluso el alcalde.

El Sr. Cura que vigilaba escondido tras la ventana, al ver el fervor de su gente, más que el día del Corpus en la iglesia, comenzó a seguir la oración como el que más y eso que nunca había oído hablar de aquel santo; pero sí que había visto el sufrimiento en la cara de su gente y que el hambre planeaba sobres sus cabezas y sobre sus hijos.

Llegaron las nubes y comenzaron a descargar, tímidamente al principio, torrencialmente un rato después.

Las mujeres reían y los hombres lloraban aprovechando que sus lágrimas se confundían con las gotas de lluvia que barrían sus caras.

Aquella noche el hombre durmió en la casa del alcalde, feliz con la bolsa de monedas que escondió bajo la almohada, pero con la clara intención de abandonarlo al día siguiente.

Y partió de amanecida, sorteando los charcos del camino y rondándole en la cabeza el proyecto de su futuro.  Dadas sus dotes olfatorias, su poder de convicción y la credulidad de la gente, podría ganarse la vida con esta nueva faceta recién descubierta y ¿quién sabe? si no terminaría algún día en política.