El sueño

Lentamente abrió los ojos para distinguir la tenue claridad que se filtraba a través de las cortinas.

Se había despertado hacía más de media hora, pero se mantuvo inmóvil, con los ojos aún cerrados, intentando recordar los detalles de su último sueño.

Había sido un sueño extraño, anacrónico, en el que se mezclaban figuras del pasado con hechos actuales y en el que todo parecía tener una relación que no acababa de asimilar.

De nuevo era un niño. Estaba desayunando en la cocina de la casa donde creció. En la mesa, junto a la libreta de pan, le esperaba un humeante tazón de leche donde lo migaría mientras su madre, aún joven, lo miraba con una expresión mezcla de cariño y de sorpresa, como si le costase trabajo reconocerlo. Junto a ella se sentaba su hija Carmen, pero no la niña, sino la mujer que era ahora y charlaban animadamente entre ellas en un murmullo que apenas podía oír y, aunque solo distinguía algunas palabras sueltas de lo que decían, sabía que hablaban de él.

Las observaba atento y silencioso, comparándolas e identificando en una y en otra las facciones que tanto las asemejaba y se sentía orgulloso de ambas, tan parecidas y tan distintas a la vez.

Su madre vestida de negro, con el luto eterno de las mujeres de su generación y con el pelo negro recogido en un apretado moño, su hija con un suéter azul y un pantalón vaquero y la melena castaña suelta sobre sus hombros.

¡Qué guapa era madre!

Carmencita es su vivo retrato. Claro que tiene otro aire, más moderno, pero los rasgos son los mismos y, además, es igual de cariñosa que su abuela.

A veces, cuando la oigo hablar con el niño, me parece que es mamá la que me dice:

– Acábate el desayuno que luego vas a tener hambre a media mañana.

– Abróchate el abrigo, que hoy hace mucho frío.

En vida siempre la llamé “madre”, ahora, cuando llega la noche y me doy cuenta de lo cerca que está o, mejor dicho, lo cerca que estoy yo de ella, le digo “mamá” y me parece sentir su presencia.

Las mujeres de su propia sangre que tanto amor le habían dado y que nunca tuvieron la oportunidad de conocerse, parecían ahora dos hermanas de edad similar que le sonreían durante las pausas de su conversación.

Trató de evocar detalles de su madre ya anciana, pero el rostro de la madre joven que le animaba a comer durante su sueño ocupaba su mente cubriendo todo vestigio del otro recuerdo. ¡Qué curioso!  De lo más profundo de su mente había surgido la imagen antigua, pero fresca, que desplazaba de su memoria más reciente a la madre ya encorvada y surcada de arrugas.

Tal vez sea mejor así, pensó, es una imagen más bonita para mantener en la memoria.

Con visible esfuerzo, se incorporó, buscó las zapatillas con los pies y, tras meterse los pantalones, se puso la camisa para sentarse de nuevo en el borde de la cama.

Como cada mañana, intenta abrocharse los botones y, como cada mañana, el temblor de sus manos le pone de malhumor y le obliga a meterlas entre sus piernas apretadas para paliar las sacudidas del Parkinson.

– Manolín, por favor hijo, ayúdame a abrocharme la camisa, que no veo los ojales.