El viaje

Era el primer viaje que hacía sin su familia y, además, antes nunca había viajado en tren de largo recorrido. Había imaginado que esta experiencia sería inolvidable y, a sus diecisiete años, no contaba entonces con las sorpresas que el destino nos puede reservar para ocasiones así, tan importantes para un jovencito.

Cuando subió al vagón encontró el compartimiento vacío, le pareció lógico, pues siempre tuvo la costumbre de llegar con tiempo sobrado a todos los sitios y aún faltaba tiempo para la salida. Con el temor de que su equipaje pudiera sufrir cualquier percance, optó por permanecer en el interior mientras charlaba con su familia a través de la ventanilla.

Pocos minutos antes de que el tren comenzara su recorrido, una gran parte del numeroso público que se encontraba en el andén desapareció absorbido por el convoy, mientras que otros llegaban corriendo con sus maletas.

Por el pasillo del vagón circulaban, en uno y otro sentido, gentes de todos los tipos: la familia con innumerables maletas y bultos, el soldado que volvía a su casa, allá en el norte, chicos con mochilas como él; en fin, un pequeño muestrario de personajes de los que te cruzas habitualmente por la calle sin fijarte apenas en ellos; pero a los que prestó atención en esos momentos puesto que cualquiera de ellos podría ser su compañero durante toda la noche.

Mientras cruzaba con su familia las últimas palabras de despedida y recibía las postreras recomendaciones, oyó deslizarse tras de sí la puerta del compartimiento.  No una, ni dos ni tres, sino hasta cinco monjitas se introdujeron entre un revuelo de hábitos y el murmullo de sus frases en voz queda.

Apenas intercambiaron los saludos de rigor y el tren se puso en marcha, las religiosas se aposentaron cómodamente y comenzaron su interminable retahíla de oraciones. La situación le pareció, en ese momento, bastante cómica: él, que imaginaba compartir el viaje con gente de su edad con la que hablar y divertirse durante el trayecto, se encontraba rodeado de un grupo de mujeres mayores. Sus rostros y manos emergían de unos oscuros ropajes que les daban aspecto de siniestras muñecas, su conversación consistía en frases apenas audibles que intercambiaban entre sí y, desde luego, para él incomprensibles. Pocos minutos después, el aspecto gracioso de la situación fue tornándose en un incordio con visos de pequeña tragedia personal. No es que le molestasen realmente; pero negros nubarrones empezaron a eclipsar la ilusión que había depositado en su primer viaje en solitario.

Con su torpeza habitual, aún mayor en su inocencia juvenil, preguntó si no les importaba que fumara. Respondieron solícitas que por supuesto que no, con esa cortesía que nos invita a ser amables incluso ante lo que nos desagrada. Segundos después, una de ellas sugirió cordialmente que bajase la ventanilla. Al poco de terminar el cigarrillo, otra hermana le rogó que la volviese a subir porque sentía cierto “fresquito”. El muchacho comenzó a ser consciente de su ignorancia en materia de trato humano y comprendió que aquella noche iba a ser muy larga.

No bien se hubo percatado de cómo iba a ser su viaje, se dispuso a dormir, aunque en vano, ya que siempre fue bastante delicado para esta cuestión. La postura, el constante traqueteo de las ruedas sobre las juntas de las vías, las oscilaciones del vagón a un lado y al otro y, finalmente, un ronquido sonoro y profundo que surgía de la esquina opuesta a la que el muchacho ocupaba; le llevaron a tal estado de nervios que se espabiló tanto como si se acabara de dar una ducha fría. Pensó en leer un poco; pero la escasa claridad de la luna que entraba a través del cristal no sería suficiente y tampoco se atrevía a encender de nuevo la luz que una de las monjitas había apagado.

El tren se desplazaba con una lentitud exasperante. Aquella noche de septiembre, además, coincidió con el cambio horario y se detuvo durante una hora en Medina del Campo, porque era el momento en que los relojes tenían que retrasarse una hora. Naturalmente, Renfe cubriría su horario llegando a la hora prevista a la ciudad de Pamplona. El muchacho se preguntó qué haría la compañía cuando se hiciese el cambio contrario.

Aburrido y con la certeza de que no iba a ser capaz de dormir aquella noche decidió salir al pasillo, en busca de un departamento en el que encontrase gente más animada para que la noche fuera más llevadera.

Antes de levantarse, contempló el panorama. Las mujeres habían colocado cajas y paquetes en el espacio central del compartimiento para reposar sus pies sobre ellos y apenas se vislumbraba el suelo. Como se les veía tan profundamente dormidas o, al menos eso parecía, se puso en pie e intentó sortear aquel entramado de faldones y piernas como pudo. Ya estaba alcanzando la puerta con su mano, con un pie en el suelo y el otro en el aire, a punto de salvar el último obstáculo, cuando un vaivén del vagón le hizo perder el precario equilibrio que a duras penas mantenía. No se cayó sobre ellas gracias a que, en el último instante, logró asirse a la empuñadura de la puerta deslizante, pero no consiguió evitar dar un pisotón a la última de las hermanas, justo en la espinilla. No tardó en oírse un gemido quejumbroso y el muchacho, murmurando precipitadamente una disculpa, abrió la puerta y salió al pasillo cerrando tras de sí mientras, internamente, maldecía su suerte.

Deambuló por el corredor y comprobó con desaliento que todos los apartados se encontraban a oscuras, síntoma inequívoco de que los pasajeros dormían o intentaban dormir. Ya empezaba a hacerse a la idea de pasar toda la noche en el pasillo solo y sin poder ocupar su asiento; ¿cómo iba a volver a su plaza, con lo que allí le esperaba? Afortunadamente, en el siguiente vagón en dirección a la cabecera del ferrocarril, vio gente que discurría por el pasillo. Se aproximó e inmediatamente entabló conversación con otro muchacho, aproximadamente de su edad, que se dirigía a Soria y dijo llamarse Pedro. No tardaron demasiado en intimar y el muchacho, al poco, relató su peripecia con las monjas; rieron ambos y empezaron a hacer planes para pasar la noche de la forma más divertida posible.

Al poco, ambos se incluyeron en un grupo con otros jóvenes y, a pesar de que Pedro se apeó en su estación al cabo de un tiempo, el resto del viaje fue, por lo menos entretenido.

Conforme el tren llegaba a Pamplona, volvió a su vagón con la intención de recoger su equipaje. Ideó mil disculpas para pedir perdón a Sor Dolores, como la habían bautizado los muchachos sin conocer su nombre real; pero cuando llegó a su compartimiento comprobó con sorpresa que estaba vacío. Supuso que se habían apeado en cualquiera de las estaciones anteriores y suspiró aliviado mientras cogía su mochila y su bolsa de mano para descender a la estación.

Días después, cuando emprendía el viaje de regreso, miraba hacia el andén con ansiedad rogando a Dios; aunque parezca contradictorio, que no se repitiera la situación vivida con sus representantes en la tierra.

Con gran alegría vio que tres jóvenes mochileros se introducían en su departamento y pensó que lo que se le había negado en su viaje de ida, lo tendría en su viaje de vuelta.

Cuando los tres mocetones empezaron a hablar en inglés, se le vino el mundo encima. Se defendía bastante bien en francés; pero el inglés era un idioma casi desconocido para él, apenas había realizado un curso de iniciación tiempo atrás.

Preguntó en su apurado inglés si hablaban algo de español, recibiendo una rotunda negativa al respecto. Intentó, pues, hacer memoria y pretendió, si no conversar, al menos hacerse entender y, al cabo de unas cuantas frases balbucientes, logró averiguar que venían de Liverpool, que uno de ellos, mecánico de profesión, había estudiado algo de francés; naturalmente vio el cielo abierto, pues imaginó que éste podría ser intérprete entre ambas partes. Desgraciadamente, el francés del británico era aún más deficiente que el inglés del muchacho; pero finalmente, entre frases en francés, giros y palabras en inglés y, con la ayuda del idioma universal de las señas, se hicieron entender lo suficiente para distraerse e incluso reírse un rato cuando uno de ellos, al descalzarse, mostró un enorme agujero en el calcetín por el que se asomaba el dedo gordo y el muchacho dijo:

– Here in Spain, that is a tomato.