Pasar a mejor vida

Cuanta más arena haya escapado del reloj de nuestra vida más claramente deberíamos poder ver a través de su cristal.

Jean-Paul Sartre

 

Hace ya unos cuantos años, cuando yo era aún un estudiante de COU, el profesor de Lengua Española quiso mostrarnos la riqueza de nuestra lengua con un simple ejercicio.

D. José María (en aquella época se estilaba tener un respeto a los mayores y más aún a tu profesor) propuso que todos y cada uno aportásemos al conjunto de la clase un sinónimo de la palabra morir.

Al principio, lo tomamos como una especie de broma macabra con la que quiso tomarnos el pelo, pero cuando empezamos a enumerar los sinónimos que se nos ocurrían en plena improvisación, quedamos (yo al menos) impresionados de que una palabra que pretendíamos eludir todos en aquellas edades, tenga tantas acepciones.

Fallecer, finar, acabar tus días, palmar, estirar la pata, sucumbir, expirar, doblar la cabeza, hincar el pico, fenecer, perecer, marcharse para siempre, extinguirse, espicharlas y un largo etc. que sería demasiado prolijo relatar aquí.

De entre todos los términos que salieron aquel día de nuestras bocas (y fueron muchos, doy fe), uno me llamó especialmente la atención: Pasar a mejor vida.

Esta expresión que, normalmente, interpretamos como algo nefasto, es una de esas locuciones que podemos tomar en dos sentidos, del mismo modo que una carretera.

En el sentido harto conocido debido a la influencia de la cultura cristiana, se refiere al final de la vida terrenal, aunque se suaviza el término dando a entender que la vida del más allá será mejor que la que nos depara este “valle de lágrimas”.

Sin embargo, en el sentido tangible, podríamos enumerar muchas circunstancias positivas que nos mejoran la condición de vida en el mismo “valle de lágrimas”: un cambio de trabajo positivo, acertar la lotería y ampliar en varios ceros nuestra cuenta corriente, marcharnos a vivir a un lugar mejor, casarnos, tener un hijo…

En mi caso, a día de hoy, yo lo veo como dejar de levantarme a las cinco y media cada mañana, no tener que desplazarme al otro extremo de Madrid con el consabido atasco matutino durante más de una hora, así como el vespertino a mi regreso, no tener que permanecer ocho horas diarias frente al ordenador respondiendo consultas administrativas, la mayor parte de las veces incoherentes, dejar de comer a diario los guisos del día de antes tras recalentarlos en la fiambrera, empezar a tener el tiempo libre sin limitaciones para hacer cosas que me apetecen, como leer, escribir, pasear o experimentar en la cocina.

Todos estos detalles suponen para mí, pasar a mejor vida. 

Porque hoy, por fin, me jubilo.