Soledad compartida
Me abruma el silencio de la casa, las paredes se me vienen encima y siento que el techo va descendiendo lentamente amenazando con aplastarme en cualquier momento. La oscuridad que anida en los rincones parece reptar hacia el centro de la habitación, desafiando a la luz que entra por mi ventana. Me desanima, me agobia y me pone de mal humor.
No aguanto más. Me pongo el abrigo, rodeo mi cuello con la bufanda y abro la puerta de mi apartamento. Espero brevemente el ascensor y bajo hasta el portal.
Ya en la entrada miro hacia fuera y una luz intemporal me ilumina e inunda mi espíritu, no sabría decir qué hora es, ni siquiera si es la mañana o la tarde.
Salgo a la calle, ahora el sol, el ruido de los coches, el rumor de la gente y de la vida callejera me acuna. Me sumerjo despacio en ese ambiente que me libera de la sensación opresiva que me invadiera hace unos minutos. La luz me induce una placentera sensación similar a la que me podría provocar una copa de buen vino y empiezo a sentirme más sosegado, más tranquilo.
Por unos instantes me siento liberado, recupero la sonrisa y dirijo mi vista hacia los transeúntes que pasan junto a mí.
Miro sus caras y veo sus ojos vacíos que miran a través de mí, su gesto insípido en el que no podría adivinarse el rastro de una sonrisa.
Una mujer, a mi derecha, mira un escaparate pero parece no ver lo que hay tras el cristal. Inexpresiva, se aparta de la vitrina tras unos segundos que parecen eternos y continúa su camino con gesto indiferente.
Trato de hablar, de dirigirme a cualquiera de los que pasan por mi lado y sus rostros impenetrables y sus mecánicos movimientos me desalientan. Casi todos van solos, en silencio y con la mirada perdida; dirigirme a ellos, aunque fuera para preguntarles la hora, se me figura una intrusión imperdonable que sería como intentar detener un autobús cruzándome delante. Otros llevan el móvil entre sus manos y, a pesar del tráfico, ni siquiera levantan la mirada del dispositivo para cruzar la calle.
Unos metros más allá, una pareja habla totalmente ajena al resto del mundo, como si no existiera nadie más.
Poco a poco, la luz decae y el ritmo de los viandantes se acelera de forma progresiva. Permanezco inmóvil en medio de la acera desde hace algún tiempo, no sabría decir cuánto. Las personas que se dirigen hacia mí se apartan levemente conforme se aproximan, evitando tocarme, ni siquiera me rozan.
Empiezo a sentir frío, trato de dirigirme hacia un hombre que permanece quieto junto al bordillo; parece estar aguardando a alguien. No tengo un mensaje para él, no sé qué decirle, solo quiero escuchar su voz, pero el flujo de caminantes me aparta de él y termina perdiéndose entre la multitud, desaparece; ni siquiera sé si ha llegado la persona a quien esperaba.
Yo solo quiero hablar con alguien, que alguna persona me escuche, solo quiero comunicarme con los demás y abrir mi alma; poder decirles lo solo que me siento, necesito que alguien me cuente sus preocupaciones y escuche las mías. Compartir nuestra soledad.
La noche se apodera de la calle, se encienden los escaparates y las farolas, tímidamente al principio y más intensamente ahora, iluminan la calzada, la acera y parte de las fachadas.
Con un grito ahogado en mi garganta vuelvo a casa vencido, retorno a la oscuridad de mi cubil, como un lobo solitario al que se le ha negado el don de la palabra.
Enciendo el televisor. Al menos así escucharé una voz humana.