Maria Castaña

Todos hemos oído decir alguna vez, que algo es de los tiempos de Maricastaña, pero lo que casi nadie sabe es quién era esa Maricastaña que hace mucho, muchísimo tiempo, quedó reflejada en la memoria popular.

Hace ya bastantes años tuve la oportunidad de conocer en un pueblecito muy pequeño de Asturias, donde las leyendas sobre trasgos y hadas todavía están presentes en el recuerdo de casi todos, a un anciano que contaba la auténtica historia, dijo él, de Maricastaña.

Me encontraba yo de viaje por esas tierras y me hospedé una noche en una casa de aldea de las que abundan por aquella zona. Iba camino de Santander y, viendo que se echaba la noche encima, decidí detenerme en el pueblecito que ya he referido más arriba. No conocía bien la comarca, el orvallo dificultaba mucho la visión y estaba realmente cansado, así que detuve el coche junto al bar, pedí una bebida caliente y pregunté por una fonda o pensión donde pasar la noche. El propietario me indicó una casa cercana donde podría cenar bien y dormir entre sábanas limpias.

La acogida en estos lugares, al calor de la gente sencilla, es de lo más reconfortante, la comida excelente y el trato humano muy familiar; tanto, que llegas a sentirte casi como en tu propia casa.

Me recibió una mujer de aspecto agradable, convinimos el precio y me mostró mi habitación. Una vez acomodado, bajé de nuevo para pedir de cenar. En la planta inferior, al calor de la lumbre, dos macizas mesas de madera lucían manteles y el servicio propio de estos establecimientos. Un abuelo, junto al fuego, apoyaba sus manos temblorosas en un bastón y dos niños, en esas posturas inverosímiles que solo los niños pueden adoptar, jugaban a los pies del viejo.

Me aproximé al hogar y saludé al anciano. Me senté a la mesa más cercana al fuego. Siempre me ha producido una sensación hipnótica mirar a las llamas, ese efecto de no poder apartar la mirada de ellas y notar cómo todo el cuerpo se va relajando poco a poco. Mientras bebía un vaso de vino, entró otro viajero en el local, llevaba poco equipaje, por lo que deduje que, como yo, también estaba de paso.

Al poco, bajó el nuevo inquilino y, saludando a los presentes, me preguntó si podía sentarse a la misma mesa, a lo que, lógicamente, respondí que sí. Se presentó como viajante de comercio (ahora se hacen llamar comerciales) y dijo que se dirigía hacia Oviedo a visitar a un cliente. Charlamos de nuestros respectivos trabajos, como hacemos normalmente los hombres y más cuando no nos conocemos; en esto estábamos cuando nos sirvieron la cena.

Conforme comíamos, el abuelo empezó a contar a sus nietos una historia sobre unos pastorcillos que se extraviaron en el monte. Decía que salieron a buscarlos y que nadie pudo dar noticia de ellos y añadió que, transcurrida una semana, cuando todos los daban por muertos, aparecieron en el pueblo contando una increíble historia sobre unos seres pequeños, que él llamó trasgos, que los habían cuidado y alimentado en ese tiempo.

– ¿Cuándo ocurrió eso, abuelo? – Pregunté.

– En los tiempos de Maricastaña. – Respondió con un guiño.

Entonces mi compañero de mesa intervino para comentar, bromeando, que le gustaría saber quién era esa Maricastaña a la que todos nombramos cuando pretendemos que algo es muy antiguo.

El hombre le miró sonriendo, con ese gesto tan propio de los mayores que tanto han vivido y están por encima de casi todas las cosas y habló:

– ¿Ustedes los jóvenes, se creen que los dichos y las antiguas historias no son más que leyendas o cuentos de viejas para asustar a los niños, verdad? Pues les voy a contar la verdadera y auténtica historia de Maricastaña para que juzguen por ustedes mismos.

Nos dijo que él había sido pastor, que su padre también lo había sido y también su abuelo, que él respetó siempre mucho a los mayores y que no dudaba ni un ápice de lo que su propio abuelo le contara cuando aún era un zagalillo.

Ofrecí cigarrillos, los encendimos y el viejo comenzó su historia:

En la provincia de León, en un pueblo próximo a Riaño, al sur de las montañas que se ven ahí enfrente, había un zapatero que tenía dos hijas: Elena y María, eran dos muchachas muy lindas y despabiladas, pero si alguna de las dos era más vivaracha que la otra, esa era María, parecía una ardilla.

El remendón vivía de sus arreglos, hacía botas a quien podía pagarlas y tenía un pequeño huerto tras de su casa donde cultivaba coles y hortalizas. En un extremo del huerto había un castaño y al otro un pozo con el que regaba las legumbres y daba agua a su casa y taller.

Las niñas, en aquellos tiempos, no iban a la escuela, ya saben ustedes; así que las chiquillas ayudaban a su madre en las faenas de la casa, en la huerta y echaban una mano a su padre en el taller haciendo badanas, preparando cola o cortando pieles.

Había en el pueblo un labrador, bastante rico pero también muy avaro, que escatimaba siempre en los jornales de sus obreros, que tardaba en pagar sus cuentas y buscaba continuamente excusas para aplazar sus pagos.

El labrador tenía tres hijos que vivían, entonces, como señoritos. A todos hizo el zapatero unas buenas botas para el invierno que el labrador no pagó al encargarlas.

Pasaba el tiempo y la deuda no se liquidaba. Cuando el zapatero veía al labrador, éste ponía siempre algún pretexto: Espera un poco Antonio, que así se llamaba el artesano, que tengo que pagar los jornales. Aguarda que venda la cosecha. El mes que viene, Antonio, que he de comprar grano.

El caso es que lo que el paisano tanto escatimaba le hacía falta al zapatero para vivir, porque ya pueden ustedes suponer que el oficio no le daba para comer perdices.

Cuando llegó el otoño, fue el labrador a que le hiciera unas botas nuevas, porque las que tenía estaban ya muy gastadas. El zapatero pidió el dinero de los tres pares que había hecho y entonces el avaro le dijo muy enfadado que ya pagó cuando las recogió, que tuviera más cuidado con sus cuentas porque no se debía reclamar dos veces por un mismo encargo.

El pobre hombre, sabiendo el poder que tenían ciertos caciques en nuestros pueblos, no se atrevió a discutir con el hacendado y, además, se vio en la obligación de hacerle unas botas nuevas a su costa, con lo que se disgustó muchísimo.

Mientras cenaban contó a su mujer lo que había ocurrido, lamentándose de tener que hacer, igualmente, otras botas que probablemente tampoco cobraría. Las niñas lo oyeron y cayeron en la cuenta del egoísmo de ciertas personas.

Cuando tenía el padre preparadas las botas, fue María al huerto y cogió dos castañas de mediano tamaño y, aprovechando que el padre fue a hacer un recado, descosió parte de las suelas para meter las castañas entre la suela y el forro, las cosió de nuevo y las volvió a dejar en su lugar.

Fue el labriego un par de días después a recoger el calzado y estaba María en el taller cortando badanas para hacer morrales. Se probó y, notando en sus plantas lo que le tanto le incomodaba, empezó a quejarse al zapatero, que no sabía lo que había sucedido. Dijo entonces María.

– Padre, ¿No se acuerda usted que cuando este señor pagó las otras botas se marchó deprisa y olvidó las monedas que le sobraban? Pues yo se las he puesto en las botas para que sepa que somos honrados y no nos quedamos con lo que no nos pertenece.

Se marchó el labrador muy corrido y avergonzado y dicen que, a partir de entonces, pagó cabalmente hasta el resto de sus días.

Cuando la muchacha explicó lo que había hecho, todos en la casa rieron y celebraron la ocurrencia y, a partir de entonces, todos en el pueblo le llamaron Maricastaña y con ese nombre quedó para siempre.

Y con el agradable sabor de boca que esta historia y una copita de licor digestivo nos procuraron, subimos a nuestras habitaciones en busca de un sueño reparador.