La última lágrima
El horror vivía allí. Había nacido en la mente de un perturbado, pero vivía allí. Bajo la supervisión de Himmler, y el mando directo del comandante de campo Rudolf Höss, el infierno abrió sus puertas en Auschwitz-Birkenau, en la Polonia ocupada por los nazis durante la II Gran Guerra.
No era un campo de trabajo, sino de exterminio. Allí llegaban aquellos que no consideraban útiles para trabajar. Los llevaban para sacarles el último rendimiento, los dientes de oro, el pelo para hacer pelucas o aquellos especímenes que el Dr. Mengele destinaría a sus experimentos.
Una vez seleccionados en apenas media hora, los ancianos, los niños y los enfermos pasaban directamente desde los vagones en que venían hacinados, sin comer ni beber durante varios días, a las cámaras de gas que ellos, en un macabro eufemismo, llamaban duchas. En un subterráneo de aspecto limpio y bien iluminado, les ordenaban desnudarse y juntarse hacia el fondo de la sala, donde en escasos diez minutos podían gasear a tres mil personas.
Él llegó durante septiembre de 1943. El exterminio a gran escala había comenzado poco más de un año antes y Luboslaw estaba convencido de morir inmediatamente, pero fue seleccionado por su constitución, y adscrito al sonderkommando para trabajar en los hornos crematorios. Su labor consistía en guiar a las víctimas hasta el sótano, cortarles el pelo, ayudarlos a desvestirse y entrar en la cámara, sacar los cadáveres, arrancarles las muelas de oro y, finalmente, introducirlos en los hornos.
Hubiera preferido haber sucumbido en la cámara nada más llegar, como aquella pareja de ancianos a los que acompañaban sus tres nietos. Eran dos niños y una niña, guapísimos los tres y a los que los abuelos habían logrado entretener durante el largo viaje con cuentos y promesas sin esperanza.
Era horrible lo que tenía que hacer para poder sobrevivir a diario. Por las noches apenas podía dormir, la culpabilidad que sólo un buen hombre llega a sentir por los horrores que está obligado a cometer, le hacía ahogarse en su propia vergüenza. Y llorar, agitarse convulsivamente en su camastro por las noches, hasta caer rendido.
En octubre de 1944 los sonkerkommando se levantaron y consiguieron destruir parte del crematorio IV. Las prisioneras que trabajaban en una fábrica de armas les habían proporcionado los explosivos que utilizaron para ello.
Aprovechando la confusión creada, trataron de escapar, pero fueron capturados y ejecutados inmediatamente. Eran más de doscientos prisioneros.
Luboslaw, temblaba arrodillado. No podía derramar lágrimas pero lloraba por dentro. No era su muerte inminente lo que le hacía llorar porque, en realidad, le supondría la liberación del espanto que le había tocado vivir. Lloraba por todo aquel mal que se había visto obligado a realizar y daba gracias a los miles de personas a los que había ayudado a escapar del sufrimiento, porque, estaba seguro, le perdonarían en el otro lado.
En el último momento, antes de la detonación, una última lágrima se deslizó hasta el suelo desde su mejilla.
Meses después, en aquel punto exacto, durante la primavera de 1945 floreció un humilde diente de león, una hermosa flor amarilla que puso una nota de color en aquel mundo gris.