La fotografía
Esta mañana me he levantado nostálgico y el espejo me ha devuelto una realidad que aún me cuesta asumir y que no quisiera creer por muy cierto que sea.
Ya en la cocina, el olor del café recién hecho me ha traído a la memoria aquella mañana, un día de verano como hoy, el ruido de los coches en la calle y las voces de Juani, la frutera, anunciando los melones de Villaconejos bajo mi ventana.
Sin terminar mi taza, he acudido al dormitorio, he bajado del estante alto del armario mi caja de los recuerdos.
Es una humilde lata de galletas redonda donde han ido llegando pequeños objetos. Grandes tesoros sustanciados en el botón del uniforme de la mili, la concha de la primera playa que pisaron mis pies, aquella canica de color verde que siempre me fascinó de niño, la chapa con el cromo de Timoner que nunca me fallaba, la peonza que tan buenos ratos me hiciera pasar con mis amigos en la calle, la última carta de aquella chica que había conocido en Vitoria en el verano de 1970, el cascabel de Lolo, aquel gato negro que tanto eché de menos cuando murió, aquel billete de peseta que me regaló mi tía Emilia antes de marcharse a Alemania.
Debajo de todos estos pequeños mundos estaba la fotografía.
Un espectacular contraluz con que me sorprendió mi amigo Pedro que, ese día, me había acompañado a hacer los encargos de mi madre.
Nuestra amistad se mantuvo a lo largo de los tiempos. Vecinos de niños y compañeros de trabajo en la fábrica hasta la jubilación. Compartimos tantas cosas que llegamos a creernos más hermanos que amigos.
Pedro nos dejó hace dos años, pero aún sigue siendo mi amigo.