El amable verano
“El verano es fácil. Durante el verano pueden vivir todas las criaturas.” - Decía su padre.
Cuando era niño, durante el verano, pasaba casi todo el día en la calle. Sin escuela ni otras obligaciones distintas a divertirse y cumplir con unos horarios mínimos, que eran para comer e ir a la cama cuando le obligaban, aunque fuera a regañadientes.
El barrio era, entonces, un suburbio. Los vecinos buena gente sin malicia, trabajadores con afán de sacar adelante a su familia sin grandes pretensiones. Habían asumido la convivencia como una colaboración entre todos que atenuaba, muchas veces, los malos momentos que cualquiera podía vivir y para los que el apoyo solidario era fundamental. Tanto daba prestar una taza de harina como cuidar de los hijos del vecino durante unas horas o, incluso, ponerles un plato de comida.
La calle sin asfaltar aún era un camino de tierra que, cuando llegaban las lluvias, se transformaba en un barrizal en el que se hundían las katiuskas atrapando a los más pequeños. Frente al edificio de dos plantas, un reducido talud se precipitaba hacia una dehesa donde los niños jugaban entre las encinas y las moreras de sombra, poco más allá un trigal completaba el paisaje.
La calle prolongaba su descenso hasta una finca donde una familia regentaba una vaquería que suministraba leche a los vecinos de la barriada. En las primeras horas de la mañana, Balbina, la hija mayor, recorría la zona con un carrito cargado con el juego de medidas y las cántaras aún tibias de la leche recién ordeñada.
Frente a la puerta de acceso a las viviendas, un poste de madera exhibía una sucia pantalla de porcelana. La incompetente bombilla alcanzaba a difuminar, más que proyectar, una luz amarillenta cuya principal utilidad era atraer a las polillas. Próxima al portal, una robinia o falsa acacia proporcionaba a la chiquillada durante la primavera pan y quesito hasta el hartazgo.
En la parte trasera de la casa, el reseco terreno mostraba los restos pajizos de una vegetación inclusera y un árbol que a los chicos les parecía enorme. Allí jugaban los niños del barrio, a la sombra del edificio y del árbol durante el día y a la luz que arrojaban las ventanas de las cocinas durante las cálidas noches del verano.
Las mañanas y las tardes, después de la siesta, las empleaban los mocosos en explorar el campo inmediato al bloque. Deslizarse por una pendiente sentados sobre un cartón o una chapa o la búsqueda y captura de grillos eran actividades cotidianas, así como subirse a las moreras y recolectar hojas para los gusanos de seda, aventurarse camino abajo hasta el arroyo o buscar lagartijas y saltamontes.
Había un acuerdo tácito entre adultos y niños que permitía a cada grupo disfrutar de la ausencia del otro durante algunos períodos de tiempo.
Por las noches, junto a la fachada, los mayores tomaban el fresco en la puerta del edificio. Aún existía esa costumbre de sacar a la acera algunas sillas de la casa y comentar con los otros vecinos los acontecimientos del día disfrutando, si había suerte, de la agradable brisa nocturna.
Mientras, la chiquillería jugaba sin peligro -no había tráfico entonces- al final del bloque o a la espalda de éste, donde se sentían más independientes aunque no distaban de los mayores más de treinta metros.
La pandilla estaba compuesta por un conjunto heterogéneo de niños y niñas desde los cuatro años de Eva a los ocho de Maribel pero, ya se sabe, aunque hubiera momentos en que se juntaran todos, la mayoría de las veces se agrupaban las niñas por un lado y los niños por otro.
Maribel, con ser la mayor, disponía de juguetes que llamaban la atención; incluso los niños se sentían admirados por su cocinita de alcohol, con la que cocinaba papillas para los muñecos y, claro, las hermanas Eva y Ali, Pauli y Carmencita, eran sus satélites casi permanentes.
Por otro lado, Tente, Calete, Fonsi y Luisito, que eran los niños del portal, se juntaban en sus correrías cinegéticas y, afortunadamente para los pobres bichos, eran lo suficientemente torpes como para dejar escapar a la mayoría de sus cautivos.
Una pajita servía para molestar al grillo en su madriguera hasta hacerle salir, incluso orinar en el agujero podía obligarle a asomar huyendo de la inesperada inundación. Tenían pequeñas jaulas para apresar a los grillos y los alimentaban con lechuga y con cebolla para soltarlos unos días después, cuando el agudo canto de la víctima llegaba a resultar molesto en las noches de verano.
Los saltamontes no corrían mejor suerte. Su intención final era, siempre, soltarlos tras observarlos durante un rato. Sin embargo, la torpe manipulación tanto para atraparlos como para mirar en detalle a los animalitos desembocaba, a menudo, en la mutilación de las patas traseras.
Solía ser motivo de admiración algún escarabajo, la fuerza que demostraba empujando bostas que superaban su tamaño varias veces asombraba a los muchachos. También lo eran las hormigas por su colaboración organizada, cuando arrastraban una misma pieza entre varias hasta introducirla en el hormiguero.
Sin embargo, no todo era curiosidad zoológica, también los arbustos y pequeñas plantas eran objeto de sus investigaciones. Arrancamoños o abrojos se adherían a sus ropas y eran analizados minuciosamente por los niños en busca del mágico mecanismo que los prendía en sus ropas. Jugaban a adivinar el color de las amapolas aún guardadas en el interior de su capullo. Se arrojaban puñados de avena silvestre que se quedaba trabada en sus ropas entre risas y grititos.
Uno de sus lugares favoritos era la sombra del Árbol, el Árbol no era un árbol cualquiera, era su Árbol, el centro de reunión donde se sentaban a jugar o, incluso, a rezar. Sí, a rezar, porque en el tronco de éste se podía ver una cicatriz de una antigua rama en la que, con mucha, pero mucha imaginación, se podía ver una figura similar a una virgen. Su Virgencita, decían ellos, porque el sentido de propiedad de aquellos pequeños la hacía tan suya como el Árbol. Cuando habían hecho alguna trastada y sus mayores les llamaban la atención, diluían su culpabilidad rezando a la Virgencita.
Cuando apretaba el calor durante las noches, se tumbaban sobre la hierba reseca mirando al cielo estrellado y la Vía Láctea en pleno esplendor. La inmensidad de la esfera celeste les provocaba una sensación de vértigo que les hacía sentirse atraídos hacia arriba y se agarraban a los restos de vegetación, con un insensato temor a caerse hacia las estrellas.
A mediados de agosto; cuando las tormentas aliviaban el tórrido ambiente durante las noches y los caracoles se arrastraban por las inmediaciones, las rebecas cubrían los brazos requemados de los chiquillos y los mayores, en la tertulia junto a la fachada, acordaban que ya había llegado el final del verano.