El accidente
Cuando tenía cinco años, ver a papá era una fiesta.
En aquellos tiempos, los padres se levantaba cuando los niños aún dormíamos y cuando volvían de trabajar ya estábamos nuevamente acostados.
Esto lo asumíamos como algo natural y creo que los padres también. Así era la vida entonces.
Las madres trabajaban todo el día en la casa y eran las que bregaban con nosotros, mientras que los padres volvían de noche, cansados y con más ganas de cama que de jugar con los niños.
Papá era taxista y, cuando algún cliente ordenaba una carrera que finalizase por la zona donde vivíamos, pasaba por casa y, para mi gozo, me llevaba con él, para “ayudarle” en el trabajo, es lo que él decía.
Yo me sentaba en el asiento del acompañante y aprendía a dar las vueltas a los clientes, que se solían mostrar muy cariñosos con un mocoso como yo y hasta me daban algunas perrillas de propina.
Esos días, su jornada terminaba antes porque el niño, o sea yo, tenía que irse a la cama a una hora prudente.
En aquella ocasión, yo estaba jugando en la calle con otros niños (era principio de verano) y loco de contento fui a avisar a mamá de la inesperada visita.
Era uno de aquellos taxis antiguos que tenían unos pases de rueda redondeados y sobresalientes del resto de la carrocería, creo recordar que se trataba de un modelo de Citroën que era relativamante reciente, entonces.
Naturalmente, para mi contento, papá decidió aquel día llevarme con él “para ayudarle”.
La tarde transcurrió felizmente, perdí la cuenta de los pasajeros que alquilaron el coche pero recuerdo la sorpresa de algunos al ver a un chiquillo allí y la amabilidad de la mayoría de ellos, además del trato cariñoso que me daban.
Cuando llegó la hora de volver y, como entonces papá aún trabajaba por cuenta ajena, había que dejar el coche en un garaje que el propietario había alquilado en Cuatro Caminos y donde papá dejaba su moto durante las horas de trabajo.
En aquellos tiempos, era corriente que los niños de cierta edad, como yo, viajáramos a horcajadas sobre el depósito de la moto y agarrados al manillar, así el conductor te podía llevar bien controlado; pero aquella noche había bajado la temperatura y papá decidió ponerme detrás de él para evitar que el fresco pudiera perjudicarme, no sin antes advertirme que me agarrase fuertemente a su cinturón.
El camino transcurría normalmente, yo me acurrucaba detrás de mi padre protegiéndome del aire y no me soltaba del cinto, como me había advertido; sin embargo, poco acostumbrado a ir en la parte trasera de la moto y con mi corta estatura que no me permitía alcanzar los reposapies, la postura empezó a resultarme incómoda y, para relajar las piernas, busqué apoyo con los pies en la horquilla que sujetaba el guardabarros trasero.
Tremendo error, porque cuando quedaba apenas un kilómetro para llegar a casa, un bache en la carretera hizo que mi pie derecho se deslizara para dentro, hacia los radios de la rueda trasera.
No sentí dolor, fue una sensación parecida a un golpe sordo en el talón que hizo volar mi zapato y al calcetín a cualquiera sabe dónde y mi reacción fue un grito que alertó de inmediato a mi padre, que automáticamente supo lo que había ocurrido.
El brusco frenazo en la rueda trasera provocó un ligero zigzagueo en la moto, pero permaneció estable hasta detenerse totalmente.
Cuando vio lo ocurrido, seguramente más pálido que yo, emprendió una veloz carrera a la plaza que se abría apenas a doscientos metros; encontró a un vecino del barrio y le dio recado para que avisara a mi madre, pero de forma que no se asustara, como si eso fuera posible.
Esa noche visitamos el ambulatorio del barrio, donde, dada la envergadura de la herida y la falta de medios, se limitaron a echarme mercromina y ponerme una venda. De ahí, por recomendación del personal que allí había, volvimos a Cuatro Caminos para ingresar en la Casa de Socorro de Santa engracia donde, poco más o menos, la operación vino a ser la misma. Finalmente, llegamos al Equipo Quirúrgico donde me llevaron a un quirófano, me limpiaron la herida y la cosieron.
Según el médico que me atendió, los radios de la rueda me habían “rebanado” el talón hasta dejar el hueso al aire y que, había tenido la suerte de no perder el trozo de carne que la cubría, que había quedado colgada como si fuera una chancla.
En fin, esto se tradujo en treinta y dos puntos rodeando el talón de un niño de cinco años.
Las curas fueron mucho peor que el accidente en sí, porque tenían que reparar la cicatriz recrecida con el bisturí eléctrico para que pudiera calzarme en el futuro y, doy fe, eran muy dolorosas.
Pasé, en definitiva, casi todo el verano sentado en una silla con ruedas de la época que estaba deseando perder de vista.
Tal era el ansia de libertad que tenía que, aquel día de final de verano en que me dieran el alta definitiva, corrí alrededor del edificio junto a mis amiguitos llegando el primero, porque mi auto estima y mis infantiles hormonas así lo exigían.