La leyenda de Kamakawasha

El valle lucía sus más hermosos colores. Los diversos matices de verdes, las pinceladas de las flores y las montañas de blancas cumbres contra el azul del cielo configuraban una vista de excepcional belleza.

Se admiraba ante aquel extraordinario paisaje que, durante generaciones, había disfrutado su tribu y aún contemplarían sus hijos y los hijos de sus hijos.

Kamakawasha era un muchacho Chemehuevi, una tribu que poblaba en la zona norte de lo que hoy se conoce como Las Vegas, en Nevada. Deseaba fervientemente que llegara el momento en que el Consejo le diese el título de hombre. Su sueño era  poder ir de caza con los demás hombres, intervenir en las decisiones de la tribu, adornar su cabeza con el distintivo de las plumas, en fin, alcanzar los honores que se disfrutaban en su tribu al alcanzar la hombría.

Como niño, todavía estaba sujeto a la autoridad de Oshotaway, su madre. Tenía que portar agua y buscar leña y ayudarle en las tareas que él juzgaba impropias de un hombre, pero aún le quedaban muchas lunas para abandonar ese estado.

Tanto Oshotaway como Cheewak, su padre, se sentían muy orgullosos de su hijo, pues crecía fuerte y sano y demostraba en sus juegos con los demás muchachos que era desenvuelto y de mente despierta.

Una mañana, cuando tenía trece lluvias, Cheewak le enseñó a elegir de los tejos, las mejores ramas con las que construir arcos, la forma de preparar flechas y le dio su primer consejo:

          – Nunca dirijas tus flechas hacia otro hombre si no es para defender a la tribu o a ti mismo.

Kamakawasha estaba entusiasmado. Cuando un hombre se dirigía a un muchacho, no para darle una orden directa, sino para aconsejarle y cuando le enseñaba cualquier cosa sobre las armas, era porque consideraba que el muchacho estaba preparado para comenzar su aprendizaje como hombre.

Ansioso de demostrar a su padre que era digno de su confianza, se esmeró en aprender al mínimo detalle cómo preparar la madera del arco, cómo montar las puntas de las flechas y los timones de plumas y todo aquello que su padre le explicaba sobre el manejo del arco.

Pronto empezó a mostrar su destreza acertando a dar en objetos cada vez más pequeños.

Un día, cuando se disponía a bajar al arroyo por agua, le dijo su padre que preparase sus armas, que irían de caza.

No se lo podía creer, ir de caza con Cheewak era un honor tan deseado, que pensaba que nunca llegaría el momento. Así que corrió a la choza a coger su arco y su carcaj tan atolondrado, que a punto estuvo de romper la vasija de barro que llevaba en la mano.

Tumbados sobre una loma, acechaban a un ciervo que pacía confiado a orillas del bosque. Cheewak, hizo un gesto a su hijo para que éste disparase.

Kamakawasha colocó la flecha, tensó el arco apuntando cuidadosamente al lugar donde sabía que se encontraba el corazón del animal y disparó.

La flecha salió despedida  y fue a clavarse en tierra, al pie del animal que huyó inmediatamente. La desilusión del muchacho se concentró en su rostro, al que sólo el orgullo impidió que se llenara de lágrimas. El padre, serenamente, le dijo:

          – Tienes que hacer más fuerte tu brazo. Algún día puede depender de tu disparo el alimento de la tribu.

La vergüenza sufrida ante Cheewak le hizo redoblar sus esfuerzos, preparaba las flechas eligiendo las ramas más rectas, eliminando cualquier imperfección que desviase el disparo de su objetivo, rechazando aquellas de las que dudaba. Cargó con los más pesados hatos de leña para ejercitar sus músculos y se alejaba cada vez más de su blanco para alcanzar más lejos.

Llegó a tanto su obsesión que, por las noches, sobre una roca podía verse su silueta lanzando flechas hacia el cielo, intentando alcanzar a la luna

Pasaron quince lunas y Kamakawasha se había convertido en un joven robusto y de fuertes brazos que llevaba sin esfuerzo grandes pesos.

Una noche, cuando dormía, despertó impresionado por la algarabía que inundó el poblado, era la noche que el Consejo había elegido para iniciar el aprendizaje de los nuevos hombres. Los gritos de las mujeres y los sonidos de los tambores así se lo indicaban.  Por fin había llegado el momento tan esperado, siguiendo la tradición, fingiría asustarse mucho cuando el hechicero lo sacara de la choza a empujones, su madre gritaría como si se llevasen a su hijo para siempre y su padre saldría silenciosamente de entre las mantas para reunirse con los otros hombres.

Aquella noche, los muchachos la pasarían en pie, junto al fuego, expectantes ante la decisión de los hombres que los rodeaban. Cada año, los padres cuyos hijos tenían la edad apropiada proponían al Consejo incluir a los suyos en el ritual de iniciación, pero era en aquel momento cuando todos los hombres se reunían para decidir si estaban preparados los muchachos. Bastaba que un solo hombre opinara que alguno no estaba suficientemente desarrollado para que ese muchacho debiera esperar a la próxima ceremonia.

En esa ocasión, para gran satisfacción y alegría de los muchachos, ninguno fue rechazado y sus gritos de júbilo se oyeron hasta la salida del sol.

Al amanecer, fueron conducidos por el hechicero a un promontorio donde había varias chozas en bastante mal estado, los esperaba un hombre que les ordenó repararlas y que cubriesen sus techos con ramas nuevas.

Los muchachos no tenían la menor idea de qué enseñanzas iban a recibir, pero lo que sí sabían a ciencia cierta era que no podían desobedecer ninguna orden recibida de sus maestros por muy extraña que les pareciera. Aquella primera obligación les parecía humillante, en la tribu eran las mujeres las que solían ocuparse de tales tareas, pero ninguno se atrevió a replicar.

Cuando hubieron terminado, su primer maestro les indicó que ninguna tarea es deshonrosa cuando el resultado es bueno para la tribu, por lo tanto, todos sus miembros son importantes y, simplemente, cada uno hará lo que mejor sepa hacer para el bien de todos.

El período de iniciación duró dos lunas durante las cuales vivieron los muchachos apartados del poblado, precisamente en las chozas que habían reparado. Cada prueba les era impuesta por un hombre distinto de la tribu, algunos de ellos muy exigentes y, mientras hubiera un solo muchacho que no hubiera cumplido a plena satisfacción lo exigido, todos ellos debían repetir el trabajo. Pronto se dieron cuenta de que lo que se pretendía de ellos era espíritu de equipo y, comprendiendo que, aunque tenían que aprender de todo, cada cual hacía mejor unas determinadas tareas y otras peor, empezaron a ayudarse entre sí, de tal manera, que todas las pruebas las superaban en conjunto y al primer intento.

Una noche, cuando estaban sentados en torno al fuego, el hechicero llegó hasta ellos y les preguntó que cuál era la enseñanza más importante que habían aprendido. Tras unos segundos de silencio, uno de los muchachos se levantó y, dirigiéndose al hombre, dijo que habían aprendido a luchar, a curtir las pieles que les abrigarían en invierno, a encender hogueras que no despidiesen humo y muchas cosas más, pero que la más importante de las enseñanzas era que la tribu era una sola cosa y que todos formaban parte de la misma si así lo deseaban, puesto que eran hombres libres, que todos eran fundamentales en ella y que el objetivo de todos era preservar esa unidad y a su conjunto.

Satisfecho el hechicero con la respuesta bajó al poblado y, reuniendo al Consejo, explicó que consideraba finalizado el aprendizaje de los nuevos hombres.

Cuando entraron al amanecer en el poblado, toda la tribu salió a recibirlos con respeto y admiración. Kamakawasha, mirando de reojo a sus padres pudo ver el orgullo en sus rostros y se sintió el más feliz de los hombres.

Reunidos ante la choza de ceremonias, salió de ella Shoowatikan portando cintas y plumas en sus manos. Con gravedad impuso a cada uno de ellos el símbolo de hombría y les dijo que, a partir de ese momento, eran guerreros y que sus tareas serían las propias del nuevo rango.  Al anochecer se celebró una fiesta en la que los nuevos hombres bailaron en torno al fuego y al son de los tambores.

A la mañana siguiente, los recién nombrados guerreros empezaron a construir sus correspondientes chozas, era costumbre que los hombres solteros abandonaran el cuidado de los padres y vivieran en sus propias cabañas.

Oshotaway se presentó ante Kamakawasha con regalos. Hermosas vasijas de barro decoradas para el agua y la comida, cestas trenzadas para las frutas y semillas y una piel de oso que ella misma había preparado en espera de este momento. La admiración de la madre se reflejaba en su rostro aún joven. Kamakawasha sintió gran satisfacción al recibir los presentes y besó en la frente a su madre en señal de respeto. En ese momento comprendió que era ahora Oshotaway la que estaba bajo su protección y no al contrario, como había sido hasta entonces.

Transcurrió el tiempo y, cuando Kamakawasha contaba ya diecisiete lluvias, sucedió que, yendo al arroyo en busca de agua, descubrió allí a unas muchachas que lavaban y, azorado por las risas de éstas, a punto estuvo de dejar caer su recipiente. Entre todas ellas, Ashaleena era especialmente hermosa, sus almendrados ojos negros se clavaron en él desafiantes hasta hacerle sentir tan confundido que, aunque dignamente, huyó de allí para ocultarse en su choza.

Verdaderamente que era linda. No había reparado en ella hasta ese momento, naturalmente que la había visto infinidad de veces, pero siempre como a una chiquilla más de las que abundaban en el poblado. Tendría ya quince lluvias  y muy pronto sería entregada como esposa a algún guerrero.

Esa noche, le fue muy difícil conciliar el sueño, la muchacha le había impresionado de tal modo que no podía apartarla de su mente. Imaginaba el tacto de su piel, su boca entreabierta mostrando sus blancos dientes y un violento fuego le ardía en el vientre subiéndole hasta la garganta.

En los siguientes días, buscaba siempre algún pretexto para deambular frente a la choza de Ashaleena y bajaba al arroyo cuando aún le quedaba agua en su vasija sólo con la intención de verla de nuevo. Varias veces la pudo contemplar y ella lo ignoró totalmente logrando, con ello, que cada vez se sintiese Kamakawasha más cautivado por ella.

Transcurrieron dos lunas y, seguro de su decisión, tomó una hermosa piel de bisonte que cazara el invierno anterior, un cuchillo de hueso que preparó especialmente para la ocasión y un hacha de mango primorosamente tallado y se dirigió hacia la choza de la muchacha.

Hay que decir que Ashaleena era hija del jefe Shoowatikan, con lo cual la ceremonia para reclamar a una hija para hacerla su esposa sería de lo más grave y, claro está, el padre podía rechazar cualquier propuesta que no le pareciera conveniente.

Ante la puerta de la cabaña, solicitó conversar con Shoowatikan. El jefe lo invitó a pasar y se sentaron sobre las pieles que cubrían el suelo. Ofreció sus regalos como muestra de respeto y, con aire serio, habló al jefe diciendo que había pensado establecer una familia y que estaba seguro de  que Ashaleena sería una buena esposa, por lo que solicitaba que considerase su petición para hacerla su esposa. Shoowatikan no se opuso, pero le contestó que, haciendo uso de la costumbre de la tribu, le daría una contestación en el plazo de tres lunas. Los Chemehuevi tenían curiosas tradiciones basadas en la experiencia de los ancianos, ésta era una de ellas, durante ese período, un hombre podía cambiar de opinión y era mejor darle esa oportunidad de reflexión que permitir un matrimonio desgraciado.

Aquellos tres meses se le hicieron interminables. Durante sus guardias nocturnas volvió a su antigua costumbre de lanzar flechas a la luna, poniendo en ello todo su afán y presintiendo que su demanda era demasiado ambiciosa, tan difícil de alcanzar como aquella diosa de la noche.

Llegó el día en que el jefe le había de dar una respuesta y, dirigiéndose hacia su cabaña, todos sus temores se renovaron en el instante, invadiéndole de repente todo tipo de inseguridades.

El padre lo acogió amablemente. Compartiendo su techo le explicó que no era el único guerrero que aspiraba a desposar a Ashaleena y que ninguno de los solicitantes merecía un desaire porque todos eran buenos hombres que podrían darle muchos nietos.

Kamakawasha vio confirmadas todas sus aprensiones, pero el desánimo no prendió en su pecho, por lo que indicó a Shoowatikan que tendría que tomar una resolución, ya que no responder a ninguno sería una humillación para todos.

Shoowatikan, que se sentía inclinado hacia el joven, le reiteró que otros guerreros se habían dirigido a él con las mismas pretensiones y que no quería herir a ninguno con el rechazo, ya que eso podría crear enemistades entre ellos y no sería bueno para la tribu. Realmente, tenía ante sí una difícil decisión. Finalizaron la reunión cuando el jefe dijo que al día siguiente convocaría a los pretendientes y les expondría el problema, así como una solución satisfactoria para todos.

El resto del día lo pasó Kamakawasha malhumorado. Mientras preparaba nuevas flechas, imaginaba a Ashaleena junto a otro hombre y sus mandíbulas se apretaban hasta dolerle. Lo peor es que no podía hacer nada, tenía que esperar a que Shoowatikan tomase una decisión. Lo que sabía con certeza era que si ésta no le designaba a él como esposo de Ashaleena, no sería satisfactoria para todos como el jefe decía. Claro que los demás podían pensar lo mismo. Concluyó, finalmente, que el jefe no tenía fácil en absoluto la tarea de elegir, como él mismo dijo.

La mañana se presentó clara y hermosa, mostrando en toda su belleza el valle donde la tribu se asentaba. El humo gris de los hogares ascendía leve y majestuosamente desde las oquedades en los tejados de la aldea y el aroma de las tortas de maíz recién hechas llegaba desde todos los rincones.

Apenas se había elevado el sol sobre las montañas cuando Kamakawasha fue convocado por un guerrero ante la presencia del jefe.

Ante la puerta de la choza, otros dos hombres aguardaban la salida de Shoowatikan mirándole conforme se aproximaba. Los conocía perfectamente, pero al igual que él, con nadie habían hablado del asunto, por lo que le cogió por sorpresa que los otros también se hubieran fijado en Ashaleena. Nawaheese había superado la iniciación un año antes que él y era dos años mayor, Washokee era, seguramente, de su misma edad, pasaron juntos su preparación para ser hombres y sabía de él que era de carácter impetuoso pero noble.

Se presentó el jefe y, dirigiéndose a ellos, les explicó que los tres habían solicitado de él a Ashaleena como esposa, que los tres merecían su respeto porque habían demostrado su valor y destreza y que a los tres consideraba dignos de su hija. Guardó silencio unos instantes y luego añadió que no podía decidirse a favor de ninguno porque cualquier sentencia podría ser considerada injusta por los dos que restaran y, por lo tanto, había optado por destinar a su amada hija a aquel que fuera capaz de cumplir satisfactoriamente una prueba: Deberían ir hasta la montaña sagrada y traer de ella, en el plazo de una luna, una rara flor que allí crecía, la flor azul de las nieves.

Cuando hubo terminado de hablar el jefe, se introdujo de nuevo en su hogar y los tres hombres, sin pronunciar palabra, se dirigieron a sus respectivas chozas.

Diligentemente, hicieron todos sus preparativos para el viaje tomando aquello que consideraban necesario para su empresa.

Emprendieron el camino aquella misma mañana, a lomos de sus caballos y pertrechados con sus armas y buenas pieles que les protegieran de la nieve de la montaña. Partieron juntos y, al poco, Nawaheese dijo que, aunque al llegar a la montaña cada uno debía buscar la flor por su cuenta, sería conveniente ir juntos hasta el pie de la misma porque así sería menos penoso el camino para todos. Celebró Kamakawasha el buen juicio de su compañero y Washokee permaneció callado.

Por la noche, acamparon en el llano y comieron de unos conejos que cazaron durante la tarde. Cuando despertaron, sin embargo, Washokee había desaparecido, era evidente que la fogosidad del guerrero le había impulsado a partir solo, con la intención de adelantarse a ellos.

Varios días cabalgaron siguiendo el camino que se habían propuesto cuando divisaron a un hombre en la lejanía, se dirigía hacia ellos y, llegados a cierta distancia, comprobaron que era Washokee que volvía a pie en dirección hacia el lugar del valle donde se asentaba el poblado. Cuando lo alcanzaron, explicó que su impaciencia le había empujado a adelantarse para lograr su objetivo cuanto antes y volver el primero de los tres. Precisamente, cegado por la urgencia había alcanzado, ya de noche, un terreno pantanoso en el que su caballo se hundió irremisiblemente y él había escapado del cenagal a duras penas.

La generosidad de los otros les hizo conmoverse con la pena de éste, pero era preciso que continuaran su camino hacia la montaña, así que acamparon, compartieron la comida y, a la mañana siguiente, se despidieron de Washokee que volvería al poblado con una nueva lección aprendida.

Por espacio de una semana más cabalgaron juntos hasta llegar al pie de la montaña sagrada. Se erguía majestuosa hacia las nubes que ocultaban sus cumbres y la nieve, que cubría parcialmente sus laderas, brillaba a la luz del sol destacando aún más su belleza.

Llegado el momento de separarse, cada cual emprendió el ascenso por el lugar que juzgó más apropiado hasta perderse de vista el uno y el otro.

Kamakawasha subía, a lomos de su caballo cuando la pendiente lo permitía, tirando de las riendas delante de éste cuando lo escarpado del camino lo imponía y descansando del esfuerzo cuando la fatiga lo obligaba.  Llegó hasta una zona en que la ladera se suavizaba formado una pequeña plataforma, se detuvo y comprobó que ya no sería posible subir más con el animal. Poco más arriba la nieve cubría la pendiente de tramo en tramo al principio y totalmente después.

 Ató su montura a una piedra que sobresalía del terreno, dándole suficiente cuerda al animal para que pudiera pastar en la hierba que crecía a sus pies y, proveyéndose de lo estrictamente necesario para su escalada, comenzó el solitario ascenso por el repecho nevado.

El resto del día buscó incansablemente la flor azul sin encontrarla, las nubes que se cernían sobre la cumbre amenazaban tormenta y estaba próxima la puesta del sol, así que buscó el refugio de un peñasco que se alzaba casi vertical y se dispuso a pasar la noche al abrigo de las pieles que llevaba.  Afortunadamente, el viento soplaba  del oeste y la roca detenía la mayor parte de la ventisca, por lo que, a pesar de la incomodidad del lugar, gracias a su juventud y a las pieles que lo cubrían, pasó la noche relativamente cómodo.

Amaneció y la niebla impedía ver a diez pasos, con lo que Kamakawasha se sintió decepcionado, así no habría forma de encontrar lo que buscaba, comió un poco de carne seca e introdujo en su boca pequeñas porciones de nieve dejándola fundirse antes de tragarla. Por suerte, poco después la niebla fue aclarando aunque no llegó a despejarse totalmente, esto permitió al guerrero continuar su exploración mientras seguía ascendiendo. Pensó que la nevada reciente ocultaría a su vista su objetivo aunque lo tuviera justo delante y eso le irritó, pero no permitió que el desánimo cundiera en él, precisamente él era una persona que se empeñaba aún más en sus proyectos cuantas más dificultades encontraba.

Continuó subiendo por la montaña escudriñando cada levantamiento del terreno, bajo cualquiera de ellos podría haber una flor y era preciso encontrarla.

Llegó a un tramo en que la inclinación se suavizaba y descubrió, con sorpresa, que una mancha oscura destacaba sobre la nieve, era una cueva natural cuya entrada sólo era visible desde aquel punto. Se alegró de saber que podría refugiarse allí si la tormenta de la noche anterior se repetía. Se encaminó hacia la abertura con la intención de comprobar sus posibilidades como refugio y entonces, vio con regocijo que al pie mismo de la entrada, junto a la nieve, crecía una hermosa flor de brillante color azul.

Cuidadosamente retiró la nieve en torno al tallo y cavó el suelo con su cuchillo para extraerla con sus raíces. Con delicadeza envolvió la raíz con la tierra en un pedazo de piel muy suave cubriendo, a continuación, toda la planta con el resto de la gamuza.

Contentísimo, guardó el paquete en su bolsa de cuero de bisonte y empezó a descender.

La vuelta al poblado se le antojó interminable, pero aún tenía tiempo sobrado para llegar en el plazo que le habían marcado. Dedicaba todos los días un tiempo a su tesoro, cuidando de que tuviera la humedad requerida y que recibiera la luz del sol para que llegara en plenas condiciones.

 Entró en la aldea feliz ante la idea de haber logrado su propósito, al fin podría reclamar la esposa que tanto deseaba, pues no sólo traía la flor en unas condiciones excelentes, sino que llegaba con tres días de antelación al plazo fijado.

 Su padre lo recibió dichoso por su regreso, pero cuando se hubo apeado de su montura, le indicó gravemente que Nawaheese había regresado el día anterior también con una flor, por lo que sus esfuerzos habían resultado vanos, ya que ahora se encontraban en la misma situación que al principio.

 Kamakawasha se ensombreció al oír esto y, tomando la flor, se encaminó a la vivienda del jefe a hacer valer su derecho.

 Shoowatikan se alegró al ver que Kamakawasha también había cumplido el reto que les había impuesto. Como dijimos antes, el jefe se sentía inclinado hacia él, pero no quería mostrar su preferencia abiertamente para evitar envidias y enfrentamientos entre sus hombres. En otras tribus, se hubiera recurrido a la lucha entre ambos contrincantes, pero ésta había de ser forzosamente a muerte, porque si no era así, el derrotado se sentiría terriblemente humillado y ese sentimiento, normalmente,  generaría rencor y odio que a la larga traerían graves perjuicios a la comunidad.

 Decidió entonces, buscar otra prueba en la que fueran los méritos propios y la habilidad personal los que decidieran el resultado sin llegar a la sangre.

 Convocó el jefe a ambos ganadores y propuso que hicieran un torneo de tiro con sus arcos y flechas, siendo el vencedor el que mayor destreza demostrase con estas armas. Todos sabían lo expertos que ambos eran en su manejo y, si igualaban sus disparos, bastaría con alejar los blancos hasta que uno de ellos hiciese puntería y el otro fallase.

 Les pareció justo a ambos y ambos juraron ceder de su pretensión con humildad y con honor si eran derrotados por el contrario.

 Una boda era siempre un acontecimiento en la tribu, pero aquella despertó mayor expectación que cualquier otra debido a lo reñido de la pugna entre los pretendientes. De manera que, al día siguiente, toda la tribu estaba pendiente de la competición organizada en torno a Ashaleena.

 Todos los miembros del poblado se reunieron para ser testigos de sus disparos y, como en todos los sitios, cada competidor tenía sus propios partidarios. Unos esperaban que ganara Nawaheese y otros deseaban el triunfo de Kamakawasha. Sólo los chiquillos más pequeños permanecían ajenos a aquel acontecimiento preocupándose más de sus juegos.

 Se dispusieron dos  troncos  a modo de dianas, con tres patas cada uno, para sustentarlos. Una marca blanca de pintura sería el punto al que deberían acertar con sus flechas. Lanzó primero Nawaheese entre las voces de ánimo de sus seguidores. El disparo fue perfecto, la flecha quedó clavada exactamente en la marca blanca para júbilo de los que le apoyaban.

 A continuación, Kamakawasha realizó otro lanzamiento de igual precisión, con lo que sus amigos estallaron en un grito de gozo.

 Se retiraron diez pies las dianas y el siguiente intento de cada uno de los dos obtuvo idéntico resultado. El poblado cruzaba apuestas sobre quién sería el ganador del torneo y lo cierto es que, si hubiésemos contado los de uno y otro bando, ninguno habría tenido ventaja sobre el otro.

 Por tercera vez se repitió lo que parecía casi imposible, acertar a esa distancia era algo que se encontraba ya fuera del alcance de casi todos los hombres. La tensión creció hasta que la voz de Kamakawasha rompió el silencio creado por la expectación.

           – Si te parece bien, Nawaheese, que retiren los blancos veinte pasos más.

  Nawaheese se mostró de acuerdo y, una vez que los hubieron colocado, el poderoso brazo de éste tensó el arco hasta un punto en que parecía que iba a romperse y la flecha alcanzó el tronco unos centímetros por debajo de la marca blanca. Era sorprendente la habilidad del tirador, un murmullo de asombro se elevó de entre la muchedumbre.

 Kamakawasha se preparó entonces, respiró profundamente y un fugaz pensamiento  pasó por su mente: Había intentado alcanzar la luna con sus flechas y, claro, nunca lo había logrado, pero aquel tronco estaba mucho más cercano, aquella mancha blanca que apenas distinguía era de nuevo la luna y allí se encontraba su sueño junto a Ashaleena. Tensó la cuerda hasta que sus dedos se sintieron doloridos, con pulso firme encaró la flecha contra la marca blanca y dejó escapar la saeta que surgió velocísima, con un zumbido siseante para clavarse, una vez más, en la pintura.

 El pueblo estalló en un grito de alegría que ponía fuera de toda duda quién era el vencedor.

 Nawaheese se entristeció, pero su reconocimiento sincero le hizo ver que tendría en él un leal amigo de por vida, como demostró con el paso de los años. El jefe le concedió a su segunda hija, no menos hermosa que Ashaleena y a la que el guerrero había mirado con buenos ojos. Era una alternativa digna y honrosa.

 Ashaleena se mostró feliz con el resultado, pues aunque ambos pretendientes eran todo lo que una mujer podía desear y era verdaderamente halagador que varios guerreros fuertes y apuestos disputaran por ella, Kamakawasha le había llegado más dentro en su corazón que los demás pretendientes y, desde que partieran en busca de la flor azul, deseaba fervientemente que fuera éste el vencedor.

 Shoowatikan quedó muy satisfecho con el éxito de Kamakawasha,  con la virtud de los contendientes y mucho más aún, cuando en los años siguientes, sus dos nuevos hijos le dieron hasta siete nietos.