La aguja mágica

Érase una vez un hombre que vivía en un reino muy lejano. Era leñador y trabajaba muchísimo, pero ganaba muy poco dinero.Tenía dos hijos, el mayor se llamaba Juan y el pequeño Pedrito. Juan tenía doce años y Pedrito seis y vivían en el bosque en una cabaña de madera con el tejado de ramas y paja.

Como era muy pobre y apenas podía alimentar a su familia, por las noches se lamentaba junto al fuego, donde hervía el caldero con algún rábano, porque no había mejores cosas que echar a la sopa.

Una noche, cuando los niños estaban ya acostados, le dijo a su esposa que aquella situación no podía seguir así, que tendrían que hacer algo para poder salir de la miseria en que se encontraban porque si no, iban a terminar muriéndose todos de hambre. La mamá de Juan se puso muy triste y empezó a llorar. Ellos hacían todo lo que podían pero ciertamente, cada vez era más difícil llevar comida a la casa, en el mercado de la aldea había muchas cosas buenas, pero no podía comprar casi nada con el poco dinero que tenían.

Juan, que estaba despierto, oía cómo se lamentaban sus padres y le dio mucha pena. Pero qué podía hacer él. Toda la noche la pasó pensando en mil cosas para ayudarles y se le ocurrió que si se marchaba en busca de fortuna, al menos sería una boca menos que alimentar todos los días y que, si tenía suerte, podría volver con riquezas suficientes para vivir el resto de sus días.

Así que esa misma noche, cuando todos dormían, se vistió, hizo un hatillo con lo poco que podía llevar y, sin hacer ruido, salió de la casa.

Había cogido un pedazo de pan, un cuchillo, un pedernal, un poco de ropa y una manta vieja y raída para abrigarse por las noches.

La noche era oscura y el camino apenas se veía, pero Juan conocía muy bien el sendero. Cuando llevaba andando apenas una hora, comenzó a amanecer y poco a poco, las estrellas se fueron apagando y empezó a distinguir, a lo lejos, la aldea. Conforme caminaba, vio junto al molino, a una señora muy anciana, encorvada sobre un bastón hecho de una rama que se dirigía penosamente hacia donde él se encontraba.

Siguió su camino y, al llegar a la altura de la anciana, ésta le pidió algo de comer, porque llevaba dos días sin probar bocado, dijo, y el molinero no le había querido prestar ninguna ayuda.

Juan, de natural amable y cariñoso, se apiadó de la pobre mujer y, ayudándola a sentarse en una piedra del camino, compartió con ella parte del pan que llevaba e incluso, haciendo cuenco con sus manos, le trajo agua del arroyo próximo.

La anciana, agradecida por el gesto del niño, le ofreció una aguja que llevaba prendida en su pechera diciéndole que era lo único que podía darle a cambio de su caridad e, inmediatamente, se transformó en una bella señora ricamente vestida de gasa azul y cuya imagen refulgía como si llevase la luna en su interior. Le dijo que aquella era una aguja mágica que podía coser todas las cosas, fueran de tela, madera, piedra o cualquier material imaginable, bastaría mirar al objeto que quisiera coser y decir “Cose, cose agujita”.

Juan se sorprendió mucho al ver la transformación de la anciana y casi no se dio cuenta de lo que el hada le dijo sobre la aguja. Un instante después, la bella dama se esfumó en el aire, dejando al niño aún más asombrado.

Una vez se repuso de la sorpresa, cortó con su cuchillo un trozo de una caña de las que crecían junto al arroyo y guardó cuidadosamente la aguja en su interior. Momentos después reemprendió la marcha con el improvisado estuche en el bolsillo.

Llegando a la aldea, comprobó que era día de feria y en sus calles se veían guirnaldas y flores en los balcones, de los puestos venían deliciosos aromas de frutas frescas, dulces y confites. El bullicio de la gente le aturdía y el espectáculo de los malabaristas y saltimbanquis le dejó perplejo, nunca había visto nada igual. Permaneció un buen rato frente a los titiriteros sonriendo, a veces, con la boca abierta otras, hasta que uno de aquellos feriantes, observando al niño, se aproximó a él preguntándole si le gustaba el espectáculo, a lo que Juan respondió que sí entusiasmado.

El hombre, de condición afectuosa, al verle solo y con el hatillo pensó que sería uno de tantos huérfanos que recorrían los caminos sin más compañía que sus ilusiones y, entonces, le ofreció llevarle hasta la próxima aldea en su carromato, junto al resto de la compañía.

Juan, aceptó encantado su oferta, hacer viaje junto a aquellos artistas sería un placer y, además de no sentirse solo, podría disfrutar de la compañía de personas que podrían contarle muchas cosas del mundo que él no conocía.

Era costumbre en aquellos tiempos que los titiriteros representaran por las mañanas y que abandonaran el lugar al acabar la función en busca de otra aldea y hacer noche en las proximidades del siguiente pueblo. Así que en breve iniciaron camino en dirección a otra villa.

Aquel día tuvo suerte Juan, porque ya sabemos que una boca más se nota poco cuando son muchas y, en consecuencia, pudo comer con sus nuevos amigos.

Las aventuras y peripecias que le contaron hicieron volar su imaginación, de manera que soñaba ser ya un gran señor sobre su corcel, su castillo enorme dominando un hermoso valle y a sus padres y su hermanito viviendo felices entre lujos y comodidades.

Entre estas ensoñaciones se quedó dormido Juan envuelto en su manta, con el hatillo por almohada.

Al día siguiente, los titiriteros se despidieron de él deseándole mucha suerte en su viaje, él tomaría otro camino en dirección hacia el sur, donde la noche anterior le dijeron que encontraría el mar.

De nuevo solo, el muchacho comenzó a caminar dando vueltas en su cabeza a aquellas aventuras que la noche anterior tanto le impresionaran. Se dirigiría hacia la corte, junto al mar, donde de seguro encontraría fortuna y podría colmar sus anhelos de prosperidad para su familia.

El sol de primavera hacía menos penosa la marcha, la fragancia de las flores del campo, el rumor de los arroyos y los trinos de los pájaros lo acompañaban y, aunque era mucho el camino a recorrer, se sentía muy bien y con grandes esperanzas.

Empezaba a ocultarse el sol tras las montañas cuando se detuvo a descansar junto a un riachuelo de claras aguas. Sería un buen lugar aquel para pasar la noche y reponerse de la caminata.  Hizo acopio de ramas secas para hacer una hoguera y, frotando el pedernal sobre un puñado de hojas secas, pronto logró que prendiera la madera.  Sacó el cuchillo y el pan que le quedaba y comenzó a comer lentamente, masticando muy bien, de esa manera le duraría más su escasa ración.

Ya estaba oscuro y se disponía a dormir arrebujado en su manta, cuando oyó unos pasos que se acercaban. La fogata le impidió ver quien se acercaba hasta que no estuvo prácticamente junto al fuego. Era un hombre alto, enjuto y de largas barbas, vestido de guerrero. La cota de malla reflejaba la luz  de las llamas emitiendo centelleantes destellos rojizos.

- ¿Me permites, muchacho, acercarme al calor de tu fuego? – dijo el caballero. El chiquillo respondió cortésmente:

- Sea bienvenido su señoría, siéntese junto a él y perdonadme que no pueda ofrecerle más que mi compañía y el calor de la hoguera, puesto que no tengo otra cosa y he comido lo último que me quedaba.

El caballero se sentó y, sacando de la faltriquera unas castañas, ofreció a Juan compartirlas con él, con lo que el muchacho se puso muy contento, pues el pan había sido escaso y los jóvenes, ya se sabe, comen en proporción más cantidad que los adultos.

Se presentó el caballero diciendo llamarse don Fernando, caballero de su majestad que retornaba a sus tierras tras haber defendido el castillo del conde de Miraflor junto a otros nobles caballeros. Había perdido su montura durante la batalla y que, tras haber sentido la llamada de Dios, se disponía a dedicar el resto de sus días al retiro y la meditación en una ermita que construiría en sus posesiones.

Le preguntó el muchacho sobre sus aventuras de guerra y el caballero respondió que la guerra era la más infame de las invenciones del hombre y que aunque él hubiera batallado en defensa de los nobles de su linaje, se había dado cuenta de que los derechos de los ilustres no eran suficientes como para sumir en la desolación a un pueblo tras la guerra.

Juan interrogó entonces:

- ¿Entonces, señor, qué me decís del botín de guerra? Siempre oí decir que había grandes riquezas – a lo que respondió el guerrero:

- Muchacho, el botín de guerra puede cubrir las pérdidas del vencedor, sí, pero una sola vida de los que quedan en el campo de batalla vale mil veces más que el mayor botín imaginable. Los campos arrasados y los animales sacrificados son, normalmente, de los siervos y éstos nunca verán un ochavo del botín, ni recibirán después más ayuda de su señor que préstamos que habrán de devolver incrementados a fuerza de sacrificios. La guerra nunca los beneficiará, porque ni siquiera se discuten sus derechos, sino los del señor.

Quedóse impresionado el muchacho con las palabras del caballero y ya no quiso preguntar más.

No bien hubo amanecido, despertó Juan de un sueño inquieto y desagradable: Su aldea era un campo de batalla, las gentes huían al bosque dejando atrás sus pobres posesiones, que eran arrasadas por un fuego feroz.

Don Fernando se hallaba despierto, de un zurrón que había junto a él y que Juan no había visto la anterior noche, había sacado un pocillo metálico que había acercado a la lumbre, avivada con nuevas ramas. Una vaca que pacía calmosamente cerca de allí, había suministrado la leche que había en la vasija.

- Buen día muchacho,  toma la leche que ahí se calienta, que yo ya he bebido mientras dormías.

Cuando hubieron terminado de recoger las escasas pertenencias y apagado el fuego, se dirigieron de nuevo al camino, donde el caballero se despidió del chico, puesto que él se dirigía en sentido contrario, no sin antes recomendarle:

- Hijo, ve con Dios y recuerda siempre que no has de tomar sino lo que necesites en el momento. ¿Ves la vaca que nos ha alimentado?, pues si yo la hubiera sacrificado, podríamos habernos comido unos buenos pedazos de carne, pero el resto supondría una gran carga siéndonos imposible transportarlo y para su dueño sería una enorme pérdida. Es mejor que quede libre dando a su amo su leche y su manteca y que siga haciendo el servicio a los caminantes como nosotros.

El camino bajaba sinuoso hacia un amplio valle. El sol se elevaba ya hasta su cenit cuando Juan divisó, al final del camino, un hermoso pueblo en torno a un fabuloso castillo. Sobre una colina, ocho blancas atalayas coronadas de picudos capiteles cubiertos de pizarra; tan alto como las torres, el cuerpo principal lucía alargados ventanales cerrados con vidrieras de múltiples colores. Era un castillo de ensueño y al pie, un enjambre de casitas blancas de rojos tejados semejaba un bancal de setas en torno al tocón de un olmo derribado. Y al fondo el mar, que le admiró profundamente por su extensión sin límites y el azul de sus aguas.

Púsose muy contento el zagal. Ante sí la corte, el lugar de sus esperanzas donde podría colmar sus ilusiones.

Se encaminó decididamente hacia la villa y, conforme recorría sus calles, pudo observar la tristeza de sus habitantes. Él se pensaba que en la corte habría una fiesta continua, que las guirnaldas adornarían  hasta el más mísero callejón y que sus gentes serían felices y vivirían entre constantes risas y alegrías.

Llegóse hasta una plaza en la que los soportales albergaban multitud de comercios y vio que ninguno exponía sus mercancías en el exterior, que las gentes se dedicaban silenciosas a sus quehaceres y comprobó que la quietud del lugar no era rota siquiera por los gritos de los chiquillos.

Entrando en uno de los establecimientos, preguntó al comerciante:

- Señor, ¿Qué pena les aflige que todos los habitantes de este lugar que veo andan compungidos? Veo, sin embargo, que vestís buenas ropas y, a juzgar por lo que he visto, las huertas producen y los animales están lustrosos y bien alimentados.

- ¡Ay! niño, por lo que dices veo que no eres de por aquí. ¿No sabes que el mago Nicanor raptó a la princesa hace ya casi un mes y que prometió convertir en piedra a todo el que intentara rescatarla si no resolvía una adivinanza?

- Señor, no sabía que aún existiesen magos de extraños poderes y menos que éstos gustaran de acertijos. ¿Y cómo es que nadie ha sido capaz de resolver el enigma? ¿Por qué ese mago ha llegado a ese extremo?

El hombre le contó entonces que el mago Nicanor era muy astuto y vengativo, que pretendía casar con la princesa Belinda, hija de su señor, para heredar el trono. Que el rey no admitió tal demanda porque, conociendo la maldad del mago, no quería que su reino cayese en sus manos y menos aún su propia hija, que era una tierna niña de noble corazón. Que, despechado, había lanzado un hechizo por el cual la princesa salió volando hasta su guarida y sólo se liberaría del encantamiento cuando alguien acertase una adivinanza que había escrito en un papel y llevado con él, y que de los pocos que se habían atrevido a enfrentarse a él, ninguno había vuelto.

Preguntó el muchacho que cuál era el acertijo, a lo que el comerciante contestó que nunca lo declaró, sino que lo leía solo a aquél que se atrevía a llegar a la cueva donde vivía, allá en la isla verde.

Decidió Juan, entonces, ir a ver al rey para pedir su consentimiento y consejo antes de ir a la cueva del mago.

Cuando hubo llegado ante el palacio, aún le pareció más hermoso que al verlo antes de entrar en la ciudad. Los bellos jardines que adornaban sus alrededores eran esplendorosos, la escalinata que ascendía hacia el portón era de mármol y las estatuas que la adornaban bellísimas. Los pájaros, ajenos a la desgracia, cantaban en los frondosos árboles que bordeaban la entrada.

Ascendió por la amplia escalera y, cuando llegó a la maciza puerta de madera adornada de escudos de bronce, le salieron al paso dos centinelas preguntando qué quería. Contestó que pretendía ver al rey para rendirle pleitesía, puesto que era recién llegado al lugar, y solicitar de su majestad permiso para enfrentarse al mago.

Una vez franqueada la entrada, le guiaron por otras escaleras alfombradas de rojo hasta un amplísimo salón circular, bordeado de columnas y de amplias vidrieras que representaban escenas de coronaciones. Al otro extremo, un enorme tapiz de brillante colorido, servía de fondo a un sencillo trono en el que el monarca, muy serio, miraba hacia el muchacho.

Juan no sabía como comportarse ante su rey, así que se detuvo y vaciló antes de acercarse a él cuando éste le hizo una señal con la mano para que se aproximara. Ante los tres peldaños que subían hasta el trono, se hincó de rodillas y permaneció callado hasta que el señor se dirigió a él:

- Muchacho, me han dicho que pretendes enfrentarte al mago para liberar a la princesa.

- Mi señor, vengo a ofreceros mi respeto y a solicitar de su majestad que me conceda el honor de intentarlo. – habló.

- ¿Sabes a lo que te enfrentas, sabes que ya han ido siete caballeros a la cueva del mago y que ninguno ha vuelto de su misión?

- Majestad, conozco la maldición y sé de la desaparición de los nobles señores, pero os ruego me deis una barca para dirigirme hacia allí, la muerte no me asusta pues de ella vengo escapando.

- ¿Cómo es eso, acaso has cometido algún delito y eres perseguido por la justicia?

- No mi señor, que vengo huyendo del hambre que aqueja a mi familia y, para no ser una carga para mis pobres padres, he llegado hasta aquí en busca de labrarme un porvenir para socorrerlos y sostenerlos en su vejez.

- Muy loable es tu propósito y de tal forma me impresiona tu buen juicio que te prometo que tendrás a tu disposición todas las riquezas que desees de mi tesoro si consiguieses liberar a la princesa. Dispondré que una guardia te acompañe hasta la costa y que te sea entregada una embarcación y todo aquello que necesites para tal intento.

Dicho esto, fue conducido hasta otro aposento de menor tamaño, donde se le ofrecieron panecillos blancos y viandas de toda clase para colmar su apetito. Comió, dejó lo restante que era mucho y sólo guardó en un pequeño morral que pidió, unos puñados de frutos secos y dos panecillos pues, pensaba que su empresa no había de durar mucho tiempo.

El mar estaba en calma y las gaviotas chillaban desde el cielo cuando alcanzaron la costa. Los guardias le ofrecieron buscar un velero bien provisto para embarcar, pero Juan prefirió una pequeña barca de remos, puesto que no sabía navegar, y una provisión de agua para el camino.  La isla se veía desde la playa y apenas distaba una legua, además, una vela sería mucho más visible desde la isla y eso no interesaba a sus propósitos.

Aguardó a que el sol empezara a declinar y, así, llegar a la isla una vez hubiera anochecido.  Remando despacio, enfiló la embarcación hacia la isla que, al ponerse el sol, resaltaba su negrura sobre el oscuro mar a contraluz de una resplandeciente luna llena . Saltando a tierra, tuvo especial cuidado en amarrar la barca cuidadosamente al tronco de un árbol que crecía próximo a la orilla.

Como no conocía el camino, pasó la noche en una pequeña arboleda que había cercana pensando en cuál sería la mejor forma de salvar a la princesa y llegó a la conclusión de que la única manera sería ser más astuto que el mago, lo cual, dicho sea de paso, era bastante difícil. Así que ideó un plan y cuando tuvo todos los cabos atados y bien atados, se dispuso a dormir hasta el día siguiente.

Le despertaron los pájaros y comió unos higos secos y avellanas de lo que llevaba en el morral y uno de los panecillos, bebió un sorbo de agua del barrilete que sacó de la barca y comenzó a buscar el camino hacia la cueva. Al poco distinguió, entre la maleza un estrecho sendero que se internaba entre los árboles.

Siguiendo la vereda llegó a una loma no más alta que una casa y a cuyo pie se abría la entrada de una caverna. El arco difícilmente dejaría pasar a un adulto erguido. Apenas hubo traspasado la entrada, una poderosa voz le heló la sangre.

- ¡Alto ahí! ¿Quién osa entrar en mi morada?

- Me llamo Juan, señor – contestó el muchacho sin distinguir en el interior quién hablaba. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y logró ver a un hombre de gran estatura de pelo negrísimo que caía sobre sus anchos hombros y mirada intimidadora. Un rápido vistazo a la gruta le permitió ver entonces que se ensanchaba extraordinariamente y que el techo, adornado de estalactitas, era mucho más alto de lo que cabía imaginar viendo la montaña desde fuera, al fondo se distinguían dos pasadizos muy oscuros y a su izquierda una mesa repleta de frutas, botellas, asados y pasteles.

- ¿Qué haces aquí, por qué has venido?

- Mi señor, he sabido que en esta isla vive un gran mago, que sin duda seréis vos y, tanto he oído de sus proezas y maravillas que he venido hasta aquí con la intención de ponerme a su servicio como aprendiz, pues yo también quisiera ser mago.

- Así que quieres ser mago – la risotada del mago retumbó en las paredes del antro.   – Y aparte de servirme durante los años que durase tu aprendizaje. ¿Qué obtendría yo a cambio?.

- Yo, señor, soy pobre y nada tengo que ofreceros salvo mi obediencia y mi servicio, como habéis dicho. Pero he hecho un largo camino para venir hasta aquí, vuestra fama alcanza todos los rincones del reino y yo me enteré de vuestra existencia a través de unos feriantes que llegaron a la aldea de la que provengo.

El mago, sopesando lo que el chiquillo le decía, decidió ponerlo a prueba por comprobar si era tan discreto como parecía, por lo que le propuso lo siguiente:

- A juzgar por tu aspecto, has debido pasar bastantes infortunios a pesar de tu corta edad. Si yo te prometo cumplir un único deseo. ¿Cuál sería éste?.

Juan permaneció pensativo unos instantes.  Si le pido que libere a la princesa, descubrirá mi verdadero propósito. Si le pido riquezas para mi familia, no sabré si ha cumplido mi deseo hasta que no vuelva a casa. Si le pido cualquier cosa que no me sirva aquí, sabrá que mi intención no es servirle.

- Señor, ya que me honráis con tal ofrecimiento y, como mi intención es serviros y aprender de vos el arte de la magia, me atrevo a pediros que, para no suponer una carga para su señoría, hagáis el sortilegio de que todo aquello que yo meta en mi morral sea inagotable, de manera que cuando lo saque para comerlo, aparezca otro igual dentro.

Admiróse el mago de la prudencia del zagal y, pereciéndole ingenioso y desprovisto de maldad y codicia, pronunció en voz alta unas palabras que el muchacho no entendió, añadiendo a continuación:

- Si llevas algo de comer en tu zurrón, prueba que el hechizo ha surtido efecto, si no tienes comestibles, toma de aquella mesa cualquier alimento y haz la comprobación metiéndolo y volviendo a sacarlo de tu bolsa.

Juan abrió el fardel y comprobando que le quedaban seis nueces, algunas almendras, dos higos secos y un panecillo, sacó dos nueces, ofreció una al mago y abrió la suya para comerla, inmediatamente comprobó que en el fondo de la saca había seis nueces de nuevo.

- ¡Señor, señor, es maravilloso! – exclamó lleno de júbilo y, arrodillándose ante él suplicó:

- Mi muy admirado hechicero, si no os ofende mi ofrecimiento, ruego me toméis a vuestro servicio y permitáis que aprenda este extraordinario arte que me llena de admiración.

Convencido el mago de que el muchacho decía la verdad y que su intención era aprender sus artes, decidió tomarlo a su servicio. Le explicó que hay tres tipos de magia: La de las manos, la de las palabras y la de la química, que él dominaba a la perfección las dos primeras y que andaba aprendiendo la tercera, que era la más difícil y que para ello lo tomaba como ayudante, para poder dedicar más tiempo a la búsqueda de hierbas y minerales que eran precisos para sus pócimas y cocimientos ya que con las otras magias no se podían obtener esos ingredientes.

Le condujo por la galería de la izquierda hasta un laboratorio en el que una mesa con  redomas y alambiques ocupaban todo un costado, mientras que en el frente contrario, estanterías llenas de frascos alcanzaban el techo de la gruta. Un enorme candelabro de pie, con tres velones, iluminaba al fondo de la estancia un viejísimo libro sobre un atril de hierro.

Le dijo que, de momento, su labor consistiría en vigilar que no se apagasen los fuegos que ardían en las bandejas, bajo las redomas en que cocían sustancias de diversos colores, para ello había en un rincón, al pie del candelabro, un recipiente de madera que contenía pequeños trozos de carbón. Apenas terminada la explicación, añadió que iría a buscar hierbas y raíces que necesitaba.

Esperó Juan a que el mago saliera de la cueva y, cuando estuvo seguro de que estaba lo suficientemente alejado y que no volvería en un buen rato, añadió un poco de carbón a una de las bandejas cuya llama estaba bastante baja y corrió hacia el otro pasadizo, donde encontró la puerta del aposento del mago entornada. La empujó con cuidado y entró iluminándose con el candil que había tomado del laboratorio. Parecía la celda de un ermitaño, sin ventanas, una cama sencilla, una silla sobre la que reposaba un quinqué apagado, una mesa pequeña llena de papeles y, sobre ellos, un pequeño frasco de vidrio azul del que provenía una luz. Se extrañó de aquella nueva maravilla y alzando la botella ante el candil, le pareció ver una pequeña forma humana en su interior.

El corazón empezó a latirle vertiginosamente, quitó el tapón del frasco y, mirando en su interior, comprobó que una linda joven, del tamaño de un guisante se hallaba en el fondo, la base de la vasija se encontraba cubierto de algodón y la muchacha, temerosa,  trataba de ocultarse entre sus hebras.

- No temáis, señora, que nada malo os deseo. ¿No seréis vos, por ventura, la princesa que he venido a buscar para devolver al rey, su padre?

La princesa era, en efecto, y viendo a la luz del candil que era un muchacho y no el mago, como temía, quien miraba por la boca del frasco, respondió con voz apenas audible:

- Sí lo soy, y temo por ti si te ve el mago, pues si ha podido con su magia encerrarme aquí, Dios sabe lo que te hará por haber entrado en su aposento y descubrir este secreto.

Juan le dijo que volcaría la botella con cuidado para que pudiera salir y la princesa le manifestó que el hechizo al que estaba sujeta impedía tal cosa y que aunque saliese de allí, permanecería en ese tamaño. Tal le había dicho el mago cuando la encerró. Sólo había un sistema para liberarla del maleficio, que era acertar el resultado de un acertijo que tenía escrito en uno de esos papeles que se encontraban sobre la mesa.

Buscó y buscó el mozalbete entre los pergaminos y escritos que se hallaban sobre la mesa, hasta que encontró uno en el que se podía leer:

           No tiene manos, no tiene pies y tiene un ojo que nada ve.

             ¡Lo había encontrado! Este tenía que ser el enigma, pero no se le ocurría cuál podría ser la respuesta, así que, colocando de nuevo todo como estaba, comunicó a la princesa que no descubriera al mago que él había entrado allí, que éste le había tomado a su servicio creyendo que quería seguir sus pasos y que no desesperase, porque él no se iba a marchar de allí sin lograr su propósito.

Salió del aposento justo a tiempo, pues cuando se dirigía de nuevo al laboratorio, escuchó cómo entraba el mago en la cueva y, apagando el candil y volviendo junto a la mesa, esperó a que éste tornase removiendo las escorias de las bandejas.

Aquel día lo pasó Juan fingiéndose muy interesado en las artes mágicas, preguntando al mago para qué servían todos aquellos frascos, qué contenía aquel libro tan antiguo y otras cosas por el estilo. Simuló, además, que no sabía leer, por darle mayor confianza al mago de que no husmearía en sus papeles y libros.

También comió de lo que llevaba en su bolsa, pero esta vez hasta hartarse, pues comprobaba con júbilo que su contenido nunca se agotaba, tal y como el mago había prometido.

Dispuso el mago un catre de tijera en un rincón del laboratorio, para que el muchacho durmiese allí, próximo a los fuegos que había de mantener y que, cerrándolo durante el día,  no estorbase durante la jornada.

Esa noche, tardó mucho en dormirse, pues no paraba de darle vueltas en su cabeza a la adivinanza que había leído: No tiene manos, no tiene pies y tiene un ojo que nada ve. No tiene manos, no tiene pies y tiene un ojo que nada ve, repetía incansablemente. No se le ocurría cuál podía ser la respuesta y no podía arriesgarse a intentar liberar a la princesa hasta que no estuviera completamente seguro. A la entrada de la cueva había visto siete piedras del tamaño de un hombre cada una y, estaba seguro, la maldición seguiría actuando aunque el mago estuviera fuera, buscando hierbas.

El plan que había ideado era lograr la plena confianza del hechicero y, al primer descuido de éste, escapar con la princesa, pero no había imaginado que la hubiera encerrado en un frasco. De nada serviría huir con ella en ese estado. Tendría que resolver el acertijo para poder evadirse con ella.

Todas estas cavilaciones le llevaron a un profundo sueño, en el que se veía vestido como un guerrero, luchando denodadamente contra un dragón que cuidaba la entrada de la gruta. De sus fauces salían llamas y sus escamas, grandes como escudos, refulgían al sol como el metal recién pulido.

Cuando despertó por la mañana, estaba aturdido, no estaba seguro de saber donde se hallaba hasta que vislumbró el resplandor de los pequeños fuegos en el laboratorio. Repentinamente, vino a su memoria todo lo acontecido desde que llegara a la isla.

Muchos días más estuvieron así las cosas, el mago mandaba a Juan por agua a un arroyo cercano, mantenía el cuidado de los fuegos y hacía pequeños encargos. El chico no paraba de buscar la solución al acertijo, se le ocurrían respuestas que, inmediatamente, rechazaba. Un árbol no tiene manos, no tiene pies, pero tampoco tiene un ojo. ¿Qué podría ser aquello de un solo ojo y que además no viera?

Una noche, se repitió el sueño de su lucha con el dragón, durante la refriega su enemigo lo acorraló contra las rocas poniéndole en una situación extremadamente comprometida y, entonces, recordando de pronto a la anciana junto al molino y su transformación en hada, sacó la aguja de su estuche y, mirando fijamente las fauces del dragón, dijo las palabras mágicas:

-          Cose, cose agujita.

Entonces la aguja salió volando de entre sus dedos y empezó a coser la boca del animal hasta que, una vez que no hubo un resquicio por donde salieran las llamas, el fuego volvió a su interior haciéndolo estallar en mil pedazos.

Despertó súbitamente, la frente empapada en sudor y temblando aún por el susto que el sueño le había producido. Pero unos instantes después, se dio cuenta de que aquella era la respuesta: ¡Una aguja! En efecto que no tenía manos, no tenía pies y, sin embargo, tenía un solo ojo que no servía para ver, sino para enhebrar el hilo.

No durmió más aquella noche, su alborozo le puso tan nervioso que contaba los segundos que faltaban para que el mago saliera en busca de los ingredientes que sólo él conocía y poder comunicar a la princesa su hallazgo. Ahora era el momento de elaborar un plan, pues tal y como le dijera el comerciante, el mago era un hombre muy vengativo, no podía saber cuál sería su reacción cuando liberase a la doncella, así que tenía que estar preparado para todo, no fuera que le echara otra maldición o con cualquier sortilegio lo transformase en piedra o una cosa peor. Recordó las palabras del brujo cuando, unos días atrás, lo cogiera a su servicio:

“Has de saber, mancebo, que hay tres tipos de magia: La de las manos, que, con pases mágicos de éstas, hace aparecer y desaparecer lo que se encuentra en la mente del mago. La de las palabras que transforman lo que ya existe en lo que piensas atribuyéndole los poderes que desees, que ha de combinarse con la anterior para que surta efecto y la de la alquimia que, por ser la más noble de todas, es la más difícil, ya que con las anteriores no puedes obtener riquezas y ésta es capaz de transformar el vil azogue en tan noble metal como el oro“

Varias horas transcurrieron aún hasta que el mago salió de su aposento para dar comienzo a la jornada y el mozalbete aprovechó para urdir un plan.

Interminable se le hicieron los momentos hasta que el mago, dijo que iba a salir a buscar más hierbas para las redomas.  En cuanto el hombre se perdió de vista entre la arboleda, corrió a ver a la princesa y, destapando el recipiente le comunicó que ya sabía la respuesta y que no era conveniente que el mago descubriera cuál era el verdadero motivo de su estancia allí, por lo que esa noche, cuando el encantador se retirara para dormir, puesto que todas las noches comprobaba el contenido del frasco y hablaba con ella, él estaría acechando detrás de la puerta y, cuando comenzaran a conversar, entraría en la habitación simulando cualquier pretexto. Ambos debían fingir no haberse visto jamás y las preguntas del muchacho darían pie a que la doncella retase al mago para permitir que éste intentara resolver el acertijo. De esta forma lo cogerían desprevenido y, probablemente, eludirían su cólera evitando, así, que utilizara nuevos conjuros.

El día transcurrió normalmente, afanándose Juan más que otros días en sus labores a fin de no levantar ninguna sospecha. Barrió los suelos, rellenó la tina de agua del arroyo, dispuso la mesa para que comiera el mago, atendió a sus fogones, ordenó los estantes, en fin, todo lo que hacía ordinariamente para simular su sometimiento.

Llegada la noche, temía que su impaciencia le delatara y aparentando que vigilaba los fuegos de las garrafas en el laboratorio, oyó cómo el mago se retiraba a descansar. Inmediatamente fue a colocarse junto a la puerta del nigromante y esperó inquieto a que empezara a hablar. Poco después escuchó su voz profunda diciendo:

- Buenas noches princesa, como veis ya nadie se atreve a venir en tu rescate.

- ¡Ah, malvado! No dudes de que tu fin será odioso. Alguien vendrá algún día que sabrá volver contra ti tus malas artes.

- Bien, bien. Será bueno que tengas esperanzas no vaya a ser que enferméis de pena, pero sabed que pocos magos y hechiceros quedan ya y que, al ser yo uno de los más poderosos, ninguno osará oponerse a mí.

En ese instante entró Juan en el aposento gritando:

- Señor, señor, el cielo se cae, las estrellas vienen al suelo como el granizo que destroza los campos.

Primeramente, el brujo se enfadó muchísimo con la intrusión del mozalbete, luego rió estrepitosamente burlándose de su ignorancia.

- ¿No sabes, zagal, que en esta época del año es muy común ver estrellas fugaces, que esto ocurre desde los primeros tiempos y a nadie han descalabrado las dichas estrellas?

Cuando quiso darse cuenta el mago, los inquisidores ojos del niño observaban fijamente la botella. Con la sorpresa de la irrupción repentina del muchacho, no había ocultado el frasco.

- ¿Qué nueva maravilla es esa, señor, cómo es que brilla esa vasija como si  en ella hubiera encerrado su señoría una de esas estrellas que caen?

- No es tal, muchacho, no es tal; que se trata de una doncella que aquí se encuentra presa del capricho y ambición de su padre, el cual se negó a dármela como esposa por considerar que no tengo yo merecimientos para ello.

- Pero señor, si la amáis ¿Cómo es que la tenéis encerrada, no sería mejor dejarla salir de ahí y lisonjearla y darle ricos vestidos y …?

- ¡Basta ya! – interrumpió el mago viendo colmada su paciencia. – Un encantamiento no se deshace así como así. Existe un conjuro …

Vio la princesa el momento oportuno de intervenir y gritando con todas sus fuerzas declaró:

- ¡Canalla!  Deja que este muchacho intente acertar el enigma.

- ¿De qué enigma habla la doncella, señor. No podría yo … ?

Estalló en carcajadas el mago y entre sollozos de risa que apenas le dejaban hablar terminó diciendo:

- Tú, renacuajo, proyecto de hombre, simplón que piensas que el cielo cae sobre la tierra, ¿tú vas a resolver el acertijo?

- Dejadme, señor, que lo intente.

Las facciones del hechicero fueron pasando de la risa a la ira y sus centelleantes ojos se clavaron en el rostro del muchacho. Seguro de la imposibilidad de que éste diera con la respuesta, admitió:

- Está bien. Te voy a dar un intento, pero ahora te diré una cosa: Ya no puedes volver atrás y además quiero que sepas que si no das con la respuesta correcta, te convertirás en piedra. Ese es el maleficio.

Colocó el frasco sobre la mesa y comenzó a buscar entre los escritos que allí se encontraban, cuando atinó con el papiro, se lo mostró al muchacho.

- Este es el acertijo, está escrito con tinta mágica y sólo cuando yo lo lea en voz alta se activará el doble conjuro, el que puede liberar a la dama y el que te convertirá en piedra si no lo aciertas.

Tomando el escrito en una mano y el quinqué en la otra leyó en voz alta:

- No tiene manos, no tiene pies y tiene un ojo que nada ve.

Al instante, la luz que emitía el frasco empezó a crecer y a iluminar la sala inundando todos los rincones de color azul, los ojos del hombre parecían atravesar el rostro del muchacho y, poco a poco, iban adquiriendo un brillo rojizo que los hacía más insoportables aún.  Juan bajó la cabeza, pensativo, introdujo la mano en su bolsillo y, apretando en su puño el estuche de la aguja mágica, empezó a moverse lentamente por la habitación repitiendo en voz baja la adivinanza. El brujo se impacientaba y, cuando estaba a punto de abrir la boca, Juan se detuvo, le miró fijamente a los ojos y gritó:

- La aguja.

En ese mismo momento, el escrito que el nigromante mantenía en su mano comenzó a arder, la luz de la botella se hizo mucho más intensa, saltó el tapón de la misma y, como si de un genio se tratase, empezó a salir una niebla que fue espesándose hasta adquirir la forma de la doncella. El hombre, atónito, miraba a Juan y a la princesa alternativamente hasta que, soltando los restos del papel todavía en llamas. Inspiró profundamente y su figura pareció crecer. Cuando empezó a levantar las manos, prestas a realizar una de sus hechicerías, Juan sacó el estuche de la aguja, al que había quitado la tapa mientras se encontraba en el bolsillo y, mirando sucesivamente a las manos y la boca del mago, exclamó:

- Cose, cose agujita.

La aguja salió disparada de su estuche arrastrando tras de sí un cordel que apareció milagrosamente y dando vueltas y más vueltas, cosió la boca y las manos del mago impidiendo así que éste pudiese emitir sonido alguno ni dirigir sus efluvios maléficos sobre ninguno de los dos.

Prestos, salieron de la celda y, sin olvidar el zurrón que Juan había dejado en el suelo de la gruta principal, continuaron corriendo hasta llegar a la barca que dejó a su llegada. Desamarrándola, se introdujeron de inmediato en el mar que, aunque no estaba tan calmo como cuando vino, permitió que en menos de una hora alcanzaran la playa.

Era noche cerrada cuando desembarcaron, pero hallaron sin dificultad las calles que les conducirían hasta el castillo, las antorchas en las fachadas de las casas hacían perfectamente reconocible el camino a la princesa y, en escasos minutos se encontraron ante palacio.

No hay que decir que, una vez reconocida la princesa por la guardia, todos los habitantes del castillo saltaron de sus lechos y que el alborozo y la alegría duraron hasta la mañana siguiente y aún algunos días más.

Durante el espléndido banquete que el rey ordenó para celebrar el acontecimiento, el monarca pidió a Juan que relatase lo sucedido y así fue que el muchacho, con gran modestia contó toda su traza y desenvolvimiento de la misma, para regocijo y admiración de todos los asistentes, entre los que se contaba un tatara, tatara, tatara, tatara, tatarabuelo mío que contó a sus hijos y éstos a los suyos y así sucesivamente hasta que llegó a nuestros días, esta historia, que yo transcribo.

Dicen que dijo mi tatara, tatara, tatara, tatara, tatarabuelo que después de la celebración, Juan fue honrado como si de un embajador se tratase y que el rey le ofreció grandes riquezas, pero que él, acordándose del consejo del caballero Don Fernando, sólo escogió tres rubíes de especial belleza, que volvió a su aldea y que, no se sabe si porque los introdujo en el morral de la comida o si es que cambió su fortuna, nunca más le faltó a él ni a su familia, ya no sólo el alimento, sino tampoco un vivir cómodo y desahogado el resto de sus vidas.