Carmiña y el silfo
Era domingo y Carmiña estaba feliz porque sus padres la iban a llevar al campo. Se había despertado muy temprano y andaba zascandileando por toda la casa preparando las cosas que llevaría a la excursión, mientras su madre preparaba la comida y la guardaba en una enorme bolsa de campo.
Vivían en una hermosa ciudad en la que había parques donde jugaban los niños y tomaban el sol los mayores, pero a Carmiña le hacía mucha ilusión ir al campo, donde los árboles y las plantas crecían salvaje y libremente. Desde siempre le habían llamado mucho la atención los espacios abiertos y las montañas, así que cualquier salida al campo la ponía muy nerviosa y contenta.
Una vez allí, su espíritu inquieto la impulsaba a corretear, subirse a las peñas e intentar trepar a los árboles, lo que desembocaba invariablemente, en una regañina de su madre intentando hacerle ver que se haría daño.
De vuelta a casa, tras el derroche de energía, se quedaba dormida en el coche y le costaba trabajo mantenerse despierta incluso durante el baño, antes de acostarse.
Por fin era domingo, por fin irían al campo y podría observar a las hormigas, a las ardillas en los árboles y los peces de los riachuelos. Su madre decía que terminaría siendo bióloga o veterinaria, mientras que su padre opinaba que era demasiado pronto para pensar en esas cosas, que lo más probable es que, finalmente fuera maestra o cualquier otra cosa.
De camino, la niña parecía tener azogue, no paraba un segundo en el asiento trasero del coche. Apenas habían abandonado la ciudad cuando empezó el constante interrogatorio de una sola pregunta:
- ¿ Falta mucho para llegar ?
Como ya estaban acostumbrados, intentaban distraerla durante el viaje jugando al veo-veo, diciéndole que mirara aquella montaña de cumbres nevadas, ese curioso árbol que crecía junto a la carretera, en fin, todas esas cosas que hay que hacer para entretener a un niño durante un viaje. Lo peor fue cuando una retención, a la entrada de un pueblo que había que atravesar, detuvo el tráfico durante unos minutos, la eterna pregunta no se hizo esperar:
- ¿ Falta mucho, papá ?
Afortunadamente, para alivio de los padres, el atasco no duró demasiado y, poco más adelante, llegaron a un desvío que conducía a una pradera al pie de la montaña. Un bosque de distintas especies se elevaba por la ladera hacia la cumbre suavemente redondeada. Robles, alisos y hayas se alternaban con acebos y abedules y un arroyo corría sonoro en dirección al Besaya, donde desembocaría escasos kilómetros más abajo.
Carmiña no preguntó más, sabía que aquel era el sitio que habían elegido para aquella excursión y, tan impaciente estaba, que si no fuera por el cinturón de seguridad, se hubiera apeado del coche en marcha.
El camino se desviaba hacia la derecha al llegar junto a la linde del bosque, sin duda, alguna dehesa recogería a los animales o alguna pequeña finca sería lugar de recolección de manzanas.
Era un día espléndido de principios de verano. El cielo, despejado de nubes, lucía un profundo azul como sólo en los lugares elevados y libres de la contaminación de las ciudades podemos ver a veces.
Carmiña estaba exultante de júbilo, su padre sonreía viéndola correr de un lado a otro como si persiguiera a un amigo invisible. Sacaron del maletero la mesa y las sillas de campo y extendieron el pequeño campamento en el interior del bosque, a pocos metros de la pradera donde el coche refulgía al sol.
No se hicieron esperar las advertencias de sus padres:
“ Ten cuidado no te enganches en las ramas, no te subas a las piedras, no te vayas a caer, cuidado con las zarzas, no seas loca que te vas a hacer daño, etc.”
Carmiña, ajena a toda la retahíla a la que estaba acostumbrada, no paraba un instante, tan pronto salía a la pradera corriendo y saltando tras un insecto, como se agachaba y observaba embelesada la fila de hormigas que entraban y salían de un pequeño montículo de arena.
Tenía ocho años, la vitalidad e imaginación propia de su edad y una curiosidad sin límites que, a veces, resultaba bastante difícil de satisfacer.
Una hora después de llegar, tras dos sorbos de agua y con una pera en la mano, soñaba ser una arriesgada exploradora que se aventuraba por la selva africana seguida de una interminable hilera de porteadores, sus ropas se habían transformado en las prendas de lona llenas de bolsillos de los aventureros de las películas, ceñida a su cadera, una cartuchera portaba una pistola y, abriendo ligeramente el puño cerrado, escudriñaba todos los rincones con el más potente catalejo.
Siempre a la vista de sus padres, merodeaba entre los árboles buscando la temible serpiente a cuyas víctimas asfixiaba con su abrazo mortal, oteando la pradera observaba los imaginarios elefantes que pastaban la fresca hierba.
Unos metros más arriba, el arroyo se precipitaba desde una roca en una diminuta cascada cuyo rumor se confundía, interminable, con el canto de los pájaros y el roce de las hojas movidas por una brisa ligera.
En una película de aventuras había visto las cataratas Victoria y le habían impresionado muchísimo. Con la percepción especial que tienen los niños sobre los tamaños y proporciones, veía ante sí las cataratas, se imaginaba descendiendo por el río en una canoa que era arrastrada hacia el precipicio. Gracias a su valentía y capacidad de mando, lograba dirigir a los asustados remeros hacia un remanso y, finalmente, a la orilla.
La imaginación sin límites de Carmiña la llevaban de una aventura a otra como si saliese de una sala de proyección para entrar en otra, cambiando al instante de película.
Momentos después era una princesa perdida en el bosque donde el aullido de los lobos le ponía la carne de gallina. Su caballo, espantado, había huido dejándola en tierra y desarmada, los lobos la acechaban cerrando poco a poco el círculo pero, en el último momento, cuando las fauces hambrientas se cerraban en horribles dentelladas junto a ella. ¡Cha chaaan! Aparecía el caballero de brillante armadura, a lomos de un precioso caballo blanco, blandiendo su espada y haciendo huir a las fieras como perros asustados. Claro que ahora el caballero era ella, con una rama en la mano, lanzaba mandobles a diestro y siniestro para ahuyentar a las fieras.
Sudorosa se detuvo con el palo aún en la mano y se aproximó al torrente dispuesta a una nueva aventura. Un pedazo de corteza sobre el agua era ahora un temible barco pirata que avanzaba silencioso hacia la isla del tesoro. Siguiendo el curso del riachuelo, empujaba de vez en cuando el frágil bergantín cuando se atascaba en una piedra o cualquier rama caída.
Sin apenas darse cuenta, se fue alejando poco a poco del lugar donde estaban sus padres y, minutos después, se percató de que no estaban a la vista. Lejos de espantarse, sabía que subiendo de nuevo por la margen del arroyo volvería a su punto de partida, empezó a experimentar una sensación que era totalmente nueva para ella. ¡ Estaba sola y, en ese momento, dependía exclusivamente de sí misma ! Era una emoción recién estrenada que le hacía sentirse mayor de lo que era pero que al mismo tiempo le asustaba un poquito, sólo un poquito.
Miró a su alrededor y el bosque le pareció menos luminoso y alegre que antes, los pájaros también cantaban en esa zona, pero aquí los árboles crecían más juntos y apenas llegaba la luz del sol a la tierra tupida de hojas secas, la fronda al pie de éstos ocultaba el suelo y todo allí era más salvaje. No por ello sintió miedo, pero decidió volver antes de que la echaran de menos y la riñeran, si sus padres se asustaban, sabía que tendría un buen castigo, la privarían de su postre favorito, esconderían la consola una temporada o, lo que era peor, amenazarían con no volver al campo en mucho tiempo.
Durante la vuelta, no perdía de vista la orilla del arroyo y, según subía el curso de éste, justo a la orilla vio un pequeño sombrerito de fieltro poco más grande que un dedal. Le hizo mucha gracia, era muy bonito y seguro que le valdría a alguno de sus muñecos más pequeños, lo guardó en el bolsillo del pantalón y continuó su camino hacia el lugar donde se encontraba su familia.
De lo que no se pudo dar cuenta es que en un matorral cercano una diminuta figura se ocultó rápidamente al verla venir. El pequeño ser venía a medir unos diez centímetros y tenía figura humana aunque sus proporciones no eran exactamente como entenderíamos a un humano normal, sus largos brazos sobrepasaban las rodillas, a la vez que sus piernas eran más bien cortas y sus pies enormes para su estatura. Vestía una especie de pantalón con peto de color marrón y un blusón blanco bajo éste. Su pelo era un encrespado revoltijo de color zanahoria y sus orejas largas y puntiagudas. Todo el conjunto resultaba más cómico que otra cosa y su redonda barriga, junto al trotecillo cochinero que empleaba para desplazarse, hubiera hecho reírse a Carmiña si le hubiera visto.
El cauteloso silfo estaba buscando, precisamente, su sombrero. Al ver venir a la niña se ocultó precipitadamente entre la maleza, se pinchó con las hojas endurecidas de una esparraguera ya crecida y a punto estuvo de soltar un quejido pero, reprimió su dolor para no ser descubierto.
Era increíble, llevaba casi toda la mañana buscando su sombrero por aquella zona y aquella mocosa humana lo había encontrado antes que él. Era de vital importancia recuperarlo, puesto que era el sombrero lo que hacía invisible a un silfo, todo el mundo lo sabía; además, si volvía sin él, sus padres le regañarían y sería el hazmerreír de todos.
Diógenes, que así se llamaba el minúsculo ser, era un joven silfo y, entre los suyos, era considerado aún como un adolescente, todavía no tenía barba y estaba empezando su período de aprendizaje. No se le daba muy bien, como genio del aire era un desastre, no controlaba la fuerza del viento ni la dirección de éste; así que de vez en cuando salía sólo al bosque para practicar y que los demás no se rieran de él porque, también, era muy vergonzoso.
Fue así, practicando, como perdió el sombrero, invocó al viento del sur y un remolino le envolvió levantando a su paso las hojas y el polvo del suelo, le arrancó el sombrero y lo vio elevarse girando para caer detrás de unos arbustos no muy lejanos.
Esperó a que la niña avanzase unos metros y después empezó a seguirla con la oculta esperanza de que ésta abandonase el sombrero más adelante. A pesar de su cómica forma de correr, era muy rápido y, como ahora no era invisible, se ocultaba detrás de los árboles para no ser descubierto.
Pronto llegó al lugar donde estaban sus padres, su madre había colocado las fiambreras sobre la mesa y con gesto adusto le preguntó dónde se había metido y, mientras le limpiaba las manos con una toallita húmeda, empezó a decirle que tuviera cuidado no se fuera a perder por allí, que si no tenía hambre con la hora que era y todas esas cosas que dicen las madres.
Se sentaron a la mesa y la niña empezó a comer con gran apetito, lo que suavizó el gesto de la madre transformándolo en una sonrisa.
El silfo permanecía oculto a unos veinte metros de donde comían. Estaba preocupado porque le parecía una situación verdaderamente difícil de superar. ¿Cómo iba a recuperar su sombrero? Se estaba asustando y mucho, sabía que si volvía sin él, no sólo le tomarían por tonto sino que, además, se vería obligado a dar un montón de explicaciones, tendría que contar que al no ser capaz de controlar al viento, éste le había arrebatado su sombrero…
La tensión que sufría le hizo provocar, involuntariamente, un pequeño remolino sobre su cabeza que le alborotó aún más su enmarañado pelo. Cerrando los ojos, puso toda su atención en dominarlo y, calmándose un poco, logró detener el torbellino. ¡ Sólo faltaba que lo descubrieran !
Tras largos minutos de espera, vio que la humana grande recogía las cosas que habían puesto sobre la mesa, que el hombre extendía una manta en el suelo y que se tumbaba dispuesto a echarse una buena siesta. Esa podía ser la solución, si la niña se dormía, podría quitarle el sombrero del bolsillo con todo sigilo y, una vez con él en su cabeza, hacerse invisible y marcharse tranquilamente.
Esperó un rato más y vio que la mujer se tumbaba junto al hombre, que llamaba a la niña para que también se echase un rato, pero la niña no parecía muy dispuesta, se movía de acá para allá y no se dormía.
Cuando los humanos adultos se quedaron dormidos la niña se dirigió de nuevo al arroyo, sus esperanzas se quebraron y, malhumorado, emprendió la persecución ya dispuesto a casi todo.
Carmiña jugaba en la orilla de un remanso, varios trozos de palo eran los buques enzarzados en una ardorosa batalla que ella animaba en voz baja imitando el ruido de los cañones, las voces de los capitanes ordenando el abordaje y los quejidos de los bucaneros heridos durante el combate.
El silfo, silencioso como sólo las criaturas del busque saben serlo, trepaba por una rama de la mata que crecía junto al riachuelo, su intención era aproximarse a la niña y, armado de una ramita, hurgar con ella en su bolsillo hasta hacer caer el sombrero, aprovechar un descuido de la pequeña y huir con él lo más rápidamente posible.
Diógenes calculó mal la resistencia de la rama. Con un crujido se precipitó al agua frente a la niña. Aquello era su muerte segura, pues todos saben que los silfos son genios del aire, pero que aborrecen el agua y ninguno sabe nadar.
Entre chapoteos se hundió y Carmiña, a la que el agua apenas alcanzaba a las rodillas, se quitó las sandalias y entró en el arroyo en busca de aquel extraño ser.
Tumbado en la orilla, empapado y temblando de miedo, tosía mientras la niña lo observaba con sus azules ojos abiertos de par en par.
- ¿Quién eres tú? ¿De dónde has salido? – Interrogó Carmiña.
- ¡No me hagas daño, por favor! – Logró contestar el silfo cuando cesó de toser.
Carmiña no olvidaba una pregunta mientras no recibiera una contestación satisfactoria, así que reemprendió su interrogatorio.
- No te preocupes, no te haré nada. ¿Cómo te llamas? ¿Qué eres? Nunca he visto a nadie como tú.
Diógenes se puso en pie y se sacudió como un perro recién salido del baño, hizo una leve inclinación de cabeza a modo de saludo y le dio las gracias por sacarle del agua, luego le dijo que era un silfo, que se llamaba Diógenes y que había perdido el sombrero que ella había encontrado, pidió que por favor se lo devolviera y Carmiña sonrió mientras decía.
- ¿Para qué quieres el sombrero? Tienes un pelo tan gracioso…
- Porque… – Dudó el silfo y luego añadió muy deprisa, de carrerilla – Porque si no me lo das se van a enfadar mucho mis padres y me castigarán y no me dejarán salir y los otros chicos se reirán de mí y me llamarán bobo y porque… lo necesito para hacerme invisible, como todos los silfos.
- ¡Ahí va! ¿Te puedes hacer invisible?
- Pues claro – Respondió Diógenes con orgullo – ¿Dónde se ha visto un silfo que no se haga invisible?
- En ningún sitio, hombre, si sois invisibles ¿Cómo se os va a ver?
- Tienes razón, pero yo necesito mi sombrero. Devuélvemelo – Dijo en tono autoritario, para seguir después bajando la voz con humildad – Por favor.
- Está bien, está bien – Dijo Carmiña condescendiente – Te lo voy a dar, pero me gustaría ver si es verdad lo que dices, póntelo para que yo lo pueda ver y no huyas, que no te voy a hacer nada.
Sacándose el sombrero del bolsillo, se lo entregó a Diógenes que, con gestos teatrales, se lo caló en la cabeza y, al instante, desapareció de su vista.
La niña aplaudió de gusto mientras exclamaba – ¡Es verdad, es verdad! – Diógenes, quitándoselo de nuevo, se inclinó con una aparatosa reverencia. La verdad es que era muy gracioso aquel hombrecito y su aspecto tan chocante, con ese pelo tan raro, los miembros tan desproporcionados y aquella barriguita, como si se hubiese tragado un huevo. Cuando el silfo, animado por su audiencia, perfiló unos pasos de baile que resultaron aún más divertidos por su forma característica de moverse, la niña se arrodilló junto a él alborozada, riendo, aplaudiendo de nuevo y pidiendo que repitiera su desaparición. Aún por tres veces más se hizo invisible sin que el regocijo de Carmiña disminuyera y luego, sentándose en el suelo frente a la niña, empezó a hablar.
El silfo contaba que él, a pesar de sus casi sesenta años, era aún un niño para sus padres, claro que los silfos pueden vivir varios cientos de años y que su jovialidad y fortaleza se mantiene casi hasta el último momento de su vida, que eran genios del aire y que, junto con los de las aguas, eran los guardianes del bosque, los que vigilaban e impedían muchos incendios, claro que en estos tiempos tenían muchísimo trabajo, porque había humanos muy descuidados que arrojaban desperdicios que podían resultar peligrosos, un pedazo de cristal, por ejemplo, o una colilla mal apagada podían provocar la destrucción total del bosque, de los animales que en él vivían y de ellos mismos. Su labor consistía en controlar los vientos para impedir que se extendieran las llamas, pero que se había convertido en un trabajo agotador y muy, muy peligroso. En otros bosques la desolación había sido absoluta y los silfos sobrevivientes se habían visto obligados a emigrar a lugares muy distantes de sus arboledas de origen. Que en otro tiempo, contaban sus ancianos, los bosques sólo ardían cuando caía el rayo, pero que ahora los humanos provocaban incendios incluso a propósito y que, además, los bosques eran cada vez más pequeños. El recordaba que, cuando era un silfo pequeño, ese mismo bosque donde se encontraban era muchísimo más grande, pero que un día llegaron unos hombres y talaron muchos árboles, sin tener en cuenta si eran jóvenes o viejos, si estaban sanos o enfermos y que luego araron la tierra y cuando la agotaron y no dio más cosechas, la abandonaron y luego se formaron aquellas praderas que rodeaban su bosque.
Carmiña se puso muy triste con todo aquello que le contaba Diógenes, entonces, dirigiéndose al silfo dijo muy seria que cuando fuera mayor sería guardabosques para ayudar a los silfos e impedir la desaparición de más bosques. Ya se imaginaba en una torre, rodeada de árboles hasta donde la vista no alcanzaba y vigilando con sus prismáticos el más leve vestigio de humo.
Diógenes se puso muy contento, no sólo había recuperado su sombrero, sino que, además, había hecho una amiga humana y que sería de gran ayuda para los suyos cuando creciera. Recomendándole que no dejase desperdicios en el bosque, se despidieron al oír que la madre de Carmiña la estaba llamando. El silfo se puso el sombrero y antes de marcharse de vuelta a casa, dijo a la niña:
- ¡Ojalá que no cambies nunca! Todos los humanos tendrían que ser como tú. Adiós Carmiña, buena suerte.
Estaban recogiendo para marcharse y Carmiña se encargó, con una bolsa de plástico en la mano, de recoger todo vestigio de la presencia humana en la zona, ni un papel, ni una lata, ni un plástico, aunque no lo hubieran dejado ellos, se escapó de su limpieza.
Cuando volvían a casa, como de costumbre, Carmiña calló rendida en un sueño infantil, sus padres comentaban entre sonrisas:
- Esta cría es la monda, cuando nos íbamos se ha despedido del bosque, incluso le ha puesto nombre, creo que lo ha llamado Diógenes o algo así. No sé dónde habrá oído ese nombre.
- ¡Anda! ¿Y qué me dices del afán de limpieza que le ha entrado de repente? ¡Menuda bolsa de basura me ha preparado con todo lo que ha encontrado por allí!
Carmiña, ajena a la conversación, soñaba que era pequeñita, pequeñita y que tenía un precioso sombrero de fieltro amarillo…