El ilegal

Son, aproximadamente, las ocho de la mañana. Por la estrecha calle ruedan algunos coches y los peatones se apresuran por las angostas aceras en fila de a uno estorbándose con sus paraguas.

En los charcos, batidos de cuando en cuando por las ruedas de los automóviles, brilla sucia la mortecina luz del reciente amanecer de plomo.

De los portales surgen, como de un inmenso hormiguero, nuevos viandantes que se incorporan a la irregular hilera, deambulando maquinalmente en uno y otro sentido, en busca del coche, la parada del autobús o la boca del metro.

Es una céntrica calle del casco antiguo. En apenas doscientos metros, los tres únicos bares iluminan las aceras escasamente y lanzan hacia el empedrado el murmullo de las cafeteras junto con las voces de los camareros y el aroma de los churros recién hechos, como si los sentidos no pudieran diferenciarlos. Mientras, algunos parroquianos sorben en silencio su café y otros ojean distraídamente el periódico de la mañana.

Hay, además, en ese corto trecho varios establecimientos, aún cerrados, que dan a la calle el nombre de pasaje comercial: una tintorería, una agencia de viajes, dos comercios de prendas y tejidos, alguna zapatería y varios comercios más.

En el número 27, la desconchada puerta de madera pintada de verde se abre hacia la negrura de un portal. En el interior, acurrucado en el primer peldaño, apenas se distingue a un muchacho muy delgado que tiembla ostensiblemente junto a la barandilla. Sus ropas de verano son totalmente inadecuadas para el frío y la humedad de estos días.

Acera arriba, arrastrando los pies, una mujer gruesa de unos sesenta años, lleva colgando de su brazo una cesta de mimbre cubierta con un grasiento papel de color marrón. Bajo la chaqueta de lana de un color indefinido, asoma un blanco mandil.

Entra canturreando en el portal oscuro. Los ojos, poco a poco, se acostumbran a la falta de luz y, en el último momento, distingue al muchacho cuando casi tropieza con él.  La inesperada presencia del joven desata sus nervios y rompe el silencio con una interminable retahíla de improperios y amenazas, al tiempo que sube la vieja escalera haciendo crujir los escalones de madera.

El olor de los churros le provoca un pinchazo en el estómago y apenas puede ponerse en pie, pero el muchacho sale de allí encorvado, con la mano en el vientre, sin pronunciar una palabra.

No es el primer sitio del que le echan y ya empieza a acostumbrarse. Tal y como están las cosas, lo confunden con un drogadicto en abstinencia y, en lugar de prestarle ayuda, lo expulsan con cajas destempladas.

Hakim llegó en una patera hace cinco meses, dejó la familia en su país y todos sus ahorros al patrón de la embarcación. Le aseguraron trabajo y todo lo que ha conseguido es disputarse el cartón de los comercios con otros que, como él, apenas logran algunas monedas para poder comer un bocadillo de vez en cuando.

Echa de menos a su familia, ha aprendido a defenderse con el idioma lo indispensable y lleva una semana enfermo. El enfriamiento le provoca fiebre y se encuentra muy mal, yerto de frío; pero lo peor es el hambre, lleva cuatro días sin probar bocado y le duele terriblemente el estómago.

El viaje fue horrible, el frío y la humedad se metía en los huesos de aquellos que componían el amasijo de cuerpos hacinados en la embarcación. Hubo un momento en que las olas amenazaban con hundir la nave y el terror, en medio de la noche, flotaba sobre las agitadas aguas como un espíritu maligno. Junto a él, una mujer negra de unos veinte años se aferraba desesperadamente a una bolsa con sus escasas pertenencias como si fuese un salvavidas, su abombado vientre delataba un embarazo muy próximo al desenlace.

A unas pocas millas de la costa divisaron las luces del puerto, con ellas se iluminaron sus esperanzas y elevó una oración de agradecimiento a Alá. El patrón de la patera viró hacia la izquierda buscando la zona más oscura; sin duda conocía bien el lugar y pretendía alcanzar tierra en algún fondeadero retirado del pueblo, donde nadie pudiese advertir la presencia de los recién llegados.

A pesar de estar todos salvos, el desembarco en plena noche no fue mejor que la travesía. Mojado, aterido de frío y anquilosado por la postura largamente mantenida, apenas podía mover las piernas para saltar a tierra.  Se dejó caer en la arena temblando. Hundiendo sus manos en la arena, dio gracias a su dios otra vez en un murmullo que el mar, tras de sí, ensordeció con el vaivén de las olas. La espuma, brillante a la luz de la luna, alcanzaba sus pies sin que pareciera darse cuenta.

De la oscuridad surgió un grito de alarma en la parte superior de la ensenada. No muy lejos de donde se hallaban, unos potentes focos se iluminaron comenzando a barrer la playa. Un megáfono quebró la noche y entonces pudo distinguir a los agentes que se aproximaban desde ambos extremos de la playa. La ascensión, dura en sí misma por la noche y las malas condiciones en que se encontraban, se convirtió en un infierno al comprender que podían ser alcanzados rápidamente. Las aristas de las rocas desgarraban sus ropas y se clavaban en manos y rodillas. La voz, distorsionada por el megáfono, decía algo en una jerga incomprensible para él. 

Intentó trepar más deprisa; pero de arriba le llegó el sonido familiar de los vehículos que se aproximaban y, poco después, los intermitentes destellos azules de los coches de policía.

Sin saber cómo, giró en redondo y corrió como un poseído hasta el agua. Nadando en paralelo a la orilla, oyó a su derecha y a través del murmullo de las olas, voces en español y lamentos en árabe y otros idiomas que desconocía; los policías prendían a la mayoría de los que habían compartido su viaje. Afortunadamente el mar se había calmado.

Abandonó de nuevo el agua en una zona mucho más rocosa. Agotado, se aferró a una peña para recuperar aliento, las olas le zarandeaban mansamente contra su atalaya. Durante dos o tres interminables minutos logró hacer acopio de las escasas fuerzas que le quedaban para izarse, con las manos sangrantes, hasta la parte superior de la roca.

Empapado y jadeante llegó a una zona menos empinada que no alcanzaban las olas y se sentó encogido, en posición fetal, hasta que el agotamiento le arrastró a un sueño inquieto lleno de luces que lo deslumbraban y extrañas voces amenazantes.

Despertó temblando como un azogado, el calor de su joven cuerpo había logrado secar parte de sus ropas pero aun así se encontraba muy incómodo y tenía frío a pesar de la templada noche de agosto. Habrían transcurrido unas tres horas desde que se quedó dormido y una tenue claridad apuntaba en el horizonte anunciando la próxima salida del sol.

Tras analizar brevemente el terreno, inició la subida hacia la parte alta de la costa. Al cabo de unos minutos de trepar entre las rocas, ayudándose de las manos heridas, encontró una vereda que ascendía en zigzag hasta un olivar. Una vez allí, un sendero le condujo hasta una ruinosa finca, cuyos semiderruidos muros le convencieron de su posible abandono. Los restos de la desvencijada casa le sirvieron de cobijo y, a pesar del apetito que tenía, permaneció oculto hasta la noche.

Estaba convenido que el dueño del lanchón en que habían atravesado el estrecho les presentase a un tal Adnan, el contacto en España que los llevaría a una casa donde pasarían el resto de la noche. Al día siguiente los conduciría a una finca donde se les entregaría documentación y empezarían a trabajar.

Como los demás, el patrón de la patera había desaparecido, no sabía si había sido apresado o, simplemente, se había escondido, como él, en algún lugar de la zona. Durante los siguientes días, buscó desesperadamente por el pueblo rastros de unos y otros, sobreviviendo de lo que podía comer del campo e, incluso, rebuscando entre los desperdicios.

Hoy sabe que su caso es uno más de los miles de ilegales en el país; que no existía el supuesto contacto, la documentación ni el trabajo prometido. Ha descubierto que es una víctima más de la avaricia y mala fe de unos desaprensivos que les exigieron grandes sumas de dinero a cambio, tan solo, de una ilusión. Es consciente, en cualquier caso, de que no está en las peores condiciones; ha conocido a varios inmigrantes que, además de pasar por lo mismo que él, no tienen posibilidad de volver a su país, puesto que son perseguidos por causas políticas y su repatriación supondría la cárcel o, en el peor de los casos, la muerte.

Cuando cree que ya no podrá resistir más, cierra los ojos y revive las últimas horas con su familia, ve de nuevo el  curtido rostro de su padre, la esperanza en los ojos de su madre  y cree oír de nuevo sus voces, sus palabras de aliento y las recomendaciones de última hora. Vuelve a su boca el inolvidable sabor del cuscús que su madre preparó la última noche y, en lugar de consolarse, la punzada de hambre se acentúa.

Entonces su memoria vuelve a su pequeño pueblo, reconstruye mentalmente las calles polvorientas y los rincones sombríos donde, años atrás, jugaba con sus amigos escondiéndose del sol abrasador, oye de nuevo el incesante zumbido de las moscas que invaden los puestos los días de mercado, los alegres gritos de esos niños que siempre buscan algo nuevo donde nada cambia con el transcurso de los años, ni siquiera los hombres, y pretende convencerse de que no echa de menos la suciedad y el polvo del pequeño poblado, la miseria de sus gentes, la escasez de agua, el calor impoimposible, las pulgas, el té y las tortas recién cocidas, el cuscús de su madre, sus amigos, sus hermanos, sus padres…

Un día llegó a una granja donde, en un precario español y tras mil ruegos, logró que el capataz le permitiera, por tres mil pesetas al día y un jergón para dormir en la caseta donde guardaban los aperos, trabajar retirando el estiércol de los animales y realizando las labores más penosas. Pensó, entonces, que por fin había logrado dar el primer paso, que con el tiempo, podría guardar algo de dinero y obtener la confianza de aquel hombre para poder poner en orden su situación. Quizás intercediese por él en el Ayuntamiento y siempre se podría pagar a alguien que moviera los papeles.

Una semana después llegó el propietario de la finca, cuando vio a Hakim llamó al encargado y, apartándose unos metros, empezaron a hablar y el tono de la conversación se fue elevando poco a poco hasta que el hombre comenzó a gesticular con grandes aspavientos.  Cuando, volvió el capataz, le dio treinta mil pesetas y le dijo que, aunque lo sentía mucho, tendría que marcharse de allí porque para él era un compromiso y le podía costar su puesto.

Ahora, durante el día, deambula por las calles y plazas en busca de cualquier trabajo que pueda normalizar su situación, pero todas las puertas se cierran, sin papeles no hay manera de ponerse a trabajar. Lo ha intentado todo, pero en ningún sitio le dan la oportunidad que vino a buscar. Hoy añora los tiempos de pastor en su tierra, el olor de las cabras y el campo abierto.

Trabó una cierta amistad, que mejor se podría llamar camaradería, con otro muchacho de su país que llevaba ya más de un año en la península. Recorrió media España buscando una ocasión y, como él, en ningún sitio la encontró. Ahora se dedica al trapicheo y en alguna ocasión le ha dado algo de dinero.

Últimamente, cada vez que se ven, le insta a que él también pase alguna papelina, – hasta que te salga algo –, le dice.

Sin saber muy bien qué está dispuesto a hacer, se dirige hacia la plaza, donde quizás pueda encontrarlo.