Adiós, amigo
A Ángel
Desde niño tuvo algo diferente que, lejos de asustarle, le confería un halo especial. Al principio lo consideró algo divertido e incluso creía que todos los demás disfrutaban de aquello lo mismo que él. Con el tiempo se fue dando cuenta de que ninguno de sus amigos y conocidos tenían esa característica y con el tiempo fue asumiendo su rareza.
Algunas veces sentía que el tiempo iba muy deprisa y que él se movía en el espacio a ritmo lento respecto al resto del mundo; otras, por el contrario, era él el que se movía mucho más deprisa que el propio tiempo. Eran sensaciones curiosas y vivificantes, que tenían su chispa y que, a pesar de lo extraño, le resultaban divertidas.
En alguna ocasión lo que conocemos como “déjàvu” llegó a asustarlo. Cuando se presentaba un momento de éstos, comenzaba tranquilo, sabiendo de antemano qué acontecimiento se iba a producir, las palabras que iba a escuchar de otra persona y las que debía pronunciar para mantener esa especie de magia, pero si se prolongaba excesivamente en el tiempo, llegaba un momento en que se ponía muy nervioso y no podía soportarlo. Pero podía controlarlo, bastaba alterar una frase, un gesto o un movimiento para romper, de repente, todo el encanto y volver a la normalidad.
Transcurrieron los años, aquellas curiosidades se espaciaron en el tiempo y llegaron nuevas experiencias en las que no vamos a entrar aunque, eso sí, con muchísima menos frecuencia.
Despertó envuelto en una sensación de paz como pocas veces había advertido en su vida. Se sentía aliviado y contento, con ese tipo de alivio que se produce cuando algún acontecimiento oscuro se soluciona de buena manera por sí solo y tan contento como te puede dejar una inesperada buena noticia.
Recordaba hasta el último detalle del sueño que le había propiciado tan buen talante. Fue un sueño extraño, como todos los sueños, pero tan real que parecía haber vivido aquello tan solo hacía unos instantes.
Era un día claro, la luz entraba sin trabas desde la terraza que daba al salón, éste se hallaba vacío de muebles, a excepción de un viejo sofá del que ya se había deshecho hacía varios años. A pesar de lo vívido del momento, parecía el escenario de una película en la que el director quisiera prescindir de cualquier posible distracción, para que el espectador se centrara expresamente en lo que pretendía comunicar.
Sonó el timbre de la calle y fue a abrir con la certeza de que esperaba esa visita aunque, en realidad, no sabía quién podría ser el visitante.
Al abrir la puerta, encontró ante él a un buen amigo, a quien una penosa enfermedad se llevara casi tres años atrás. El hombre extendía sus manos hacia él con rostro sereno, irradiando un sentimiento de paz que enseguida inundó el ambiente.
Se fundieron en un cariñoso abrazo que sustituyó a cualquier saludo y a todas las palabras del mundo.
Comprendió en ese momento que venía a despedirse de él, pero el gesto de éste y la alegría de su rostro le transmitían una impresión de calma y de serenidad que lo envolvió como un cálido rayo de sol en un día de invierno, calmando al instante la conmoción que sintiera nada más verlo.
La visita fue breve, apenas se sentaron en el viejo sofá cuando el compañero le dijo que no se preocupara, que se encontraba muy bien y que era feliz en el lugar donde estaba.
Guiado por la curiosidad, le preguntó cómo era el sitio de donde venía. Fue una gran sonrisa quien le respondió que, llegado el momento, lo sabría por sí mismo y que no podía contarle nada de ese lugar porque era distinto para cada uno.
Poco después, apenas habían intercambiado unas pocas frases; dijo el visitante que ya había llegado el momento de marchar y, levantándose, se dirigió a la puerta donde volvieron a abrazarse, pero esta vez con plena conciencia de no volverse a ver.
Por un momento sintió desolación ante el amigo que partía, ahora para siempre, pero la calidez de sus palabras y la felicidad que irradiaba calmó el sentimiento de pérdida para cubrirlo de paz.