Segunda oportunidad
Entornó los ojos, el sol le molestaba. Había intentado cubrirse la cara con la mano derecha, pero no la sentía, era como si no hubiera nada al final de su brazo; no tuvo más éxito con la mano izquierda.
Recordó lo ocurrido. Un animal, no estaba seguro de que fuera un perro, quizás un zorro, cruzaba ante el coche inmediatamente al salir de la curva.
Él mismo lo había dicho a menudo: ante esa situación lo mejor es continuar aunque atropelles al animal, es preferible eso a salirte de la carretera, pero el instinto le obligó a girar bruscamente el volante. El coche se precipitó al desnivel de apenas dos metros, pero suficiente para que diera varias vueltas de campana acompañado del estruendo de la chapa golpeando el suelo.
Y allí se encontraba, varado entre las rocas que lo habían detenido en su caída hacia el barranco que se despeñaba poco más abajo. Aunque ligeramente inclinado hacia el costado derecho, el vehículo reposaba sobre su parte inferior resultando, aparentemente, todo más fácil, excepto salir de allí.
Porque no podía moverse.
Varias veces perdió el conocimiento recuperándolo después. Observó que el sol, en cada ocasión, estaba más bajo que al abrir los ojos la vez anterior y, nuevamente, intentó mover alguno de sus brazos para desabrochar el cinturón de seguridad, buscar el móvil en el bolsillo de su pantalón o, simplemente colocar ese rebelde mechón de su flequillo que le cosquilleaba en la frente.
Cuando el sol amenazaba con ocultarse tras la montaña que formaba su horizonte perdió la consciencia o se durmió, tanto daba, y creyó soñar que oía sirenas y voces apremiantes a su alrededor.
Más abajo, a la izquierda se apreciaba una zona cubierta de oscuro follaje, quizá un regato o los márgenes de un arroyo.
En su pesadilla veía salir de la fronda a una mujer de extraña belleza y edad indefinida.
La mujer subía despacio la pendiente, en dirección hacia donde él se encontraba. Ajena a todo el movimiento de médicos y policías que se apresuraban hacia los restos del accidente, se detuvo junto a la ventanilla e inclinándose hacia el hombre se aproximó aún más, mirándole inexpresiva a los ojos.
Él, a su vez, intentaba ver su propio reflejo en el fondo de aquellos enormes ojos negros, pero eran tan opacos como el fondo de un pozo seco. Imposible distinguir el más mínimo destello, solo la negrura más absoluta.
Tras unos segundos de contemplación silenciosa, la mujer negó con la cabeza y se dirigió hacia la carretera.