La premonición

Aún no eran las seis y cuarto. Tenía previsto levantarse a las seis y media, pero llevaba ya un rato despierto y no aguantaba más tiempo en la cama. Había pasado una noche inquieta, despertando sobresaltado de cuando en cuando, pero no recordaba qué sueños le habían alterado de esa manera.

Nuria dormía tranquila al otro lado de la cama. Era una mujer inteligente y muy atractiva con la que compartía muchas cosas. Apagó el despertador para que no la molestase al sonar minutos más tarde y se dirigió al baño silenciosamente. Orinó y se lavó los dientes antes de introducirse en la ducha. Había dejado preparadas sus cosas la noche anterior, el traje azul, la camisa y la corbata y el maletín con la documentación, la muda, una camisa y otra corbata. Era un hombre metódico y, en muchos aspectos, rutinario. Tenía la costumbre de disponer la noche anterior la ropa y lo que iba a necesitar durante el día. Tenía buena memoria y por las mañanas, al levantarse, solía revisar mentalmente su agenda diaria sin temor a omitir el menor detalle.

No era un viajero habitual, pero cada dos o tres meses debía ir a la sede central, más que nada, para conservar el contacto con sus asociados. Eran visitas breves pero fructíferas. Hacía tres años que le habían nombrado delegado nacional en España y mantenía una constante correspondencia por fax y e-mail con Ámsterdam.

Una vez al año venía el supervisor y, durante una semana, intercambiaban documentos y fijaban estrategias de mercado.

Michael fue compañero de clase en la universidad y le conocía bastante bien, era un buen hombre, pero puntilloso hasta la exasperación en lo referente a la compañía, aun así se entendían muy bien.

Mientras se afeitaba observó con cierto desasosiego que cada vez tenía más canas junto a las sienes, aún no había empezado a perder cabello, pero encanecer a los treinta y siete no era una perspectiva agradable. Era un hombre muy cuidadoso con su imagen, hacía tres horas de gimnasia a la semana y jugaba al tenis siempre que podía, más que nada, para mantenerse en forma y conservar el aire juvenil del que siempre había presumido y que cuidaba mucho de preservar con la ropa deportiva y los trajes siempre a la última moda.

Ante el espejo repasaba mentalmente los principales puntos de la reunión y comparaba las cifras memorizadas con los valores de mercado del último informe. Todo iba perfectamente, la compañía había adquirido un tono expansionista en los dos últimos años que satisfacía plenamente al Consejo y a él le proporcionaba una cómoda posición de poder, cada vez mayor, y una saneada fuente de ingresos.

Tenía todo absolutamente bajo control, ¿por qué se sentía, entonces, tan intranquilo y tenso esa mañana? La reunión no lo inquietaba y los negocios iban como la seda. Sin duda, la agitada noche y la falta de descanso le habían puesto nervioso.

Un café bien caliente le pondría a tono, el café tenía la virtud de despejarle totalmente cuando apenas había dormido o, incluso, cuando volvía exhausto de una dura jornada con interminables reuniones y el agobio de tediosos expedientes a revisar con urgencia; además, aunque resultara paradójico, sentía como si le tranquilizase a pesar de ser excitante.

Durante el camino hacia el aeropuerto se sentía reconfortado por la taza de café pero, al mismo tiempo, no podía evitar una extraña desazón que le impedía concentrarse en la carretera.

Empezó a recordar fugaces imágenes del sueño que, durante la noche, se había repetido varias veces. Al principio eran instantáneas que, poco a poco, se fueron sucediendo hasta completar una imagen en la que se percibía un desastre aéreo de grandes dimensiones.

No tenía la menor idea de cómo ni por qué, pero sabía que los irreconocibles restos del aparato pertenecían a un Boeing 727 que se dirigía hacia Bilbao, que el número de pasajeros era de 141 y que él se encontraba entre ellos, como sabía que no había supervivientes.

El aparato se había estrellado contra la ladera de una montaña. Los árboles habían sido segados en un recorrido de un par de kilómetros, el cuerpo del avión se había dividido en múltiples fragmentos que habían quedado desperdigados a lo largo de todo el terreno.

De todo esto tenía una visión aérea, como si lo contemplase desde un helicóptero. Sin embargo el silencio era absoluto, tan doloroso como la horrenda imagen de los restos humanos. Asomaban éstos entre los retorcidos hierros del fuselaje o pendían de los pinos a ambos lados de la zona del impacto, el espectáculo era dantesco.

Afortunadamente el claxon de otro automóvil le sacó del trance momentáneo en que se encontraba cuando estaba a punto de invadir el carril de la izquierda. De repente todo volvió a la normalidad, las imágenes desaparecieron y, colocándose de nuevo en su carril, continuó el trayecto hacia el aeropuerto.

Aquel despiste le inquietaba, sabía que la mayoría de los accidentes de automóvil se producen, precisamente, por distracciones momentáneas y, a partir de ese momento, puso especial cuidado en lo que estaba haciendo; no obstante, no comprendía por qué le había ocurrido aquello, nunca había tenido miedo a volar ni tenía conocimiento de que se hubiera producido recientemente un siniestro aéreo de esas características que le hubiera podido impresionar, además, él no era una persona  especialmente sensible ante ese tipo de acontecimientos.

En salidas internacionales le dijeron que su vuelo, previsto para las siete y cinco, tendría una demora aproximada de treinta minutos. Se dirigió, entonces, a la cafetería dispuesto a esperar tranquilamente ante un reconfortante desayuno, quizá fuera lo único decente que tomara en los próximos dos días. La comida en Ámsterdam, le constaba, no era lo más apetecible del viaje y en los aviones, ya se sabe, el catering no deja de ser un mero trámite. Además no tenía prisa alguna, la reunión era a las cuatro de la tarde y disponía de tiempo de sobra, incluso para hacer algunas compras.

Pidió churros y café con leche y casi agradeció que la demora le permitiese tomarse ese tiempo libre que, a todas luces, necesitaba.  De alguna manera, lo sucedido durante el camino hacia allí le había alterado y así podría relajarse durante un rato.

Pasó al servicio para lavarse las manos. Ante el espejo revisaba su peinado y el nudo de la corbata cuando todo comenzó de nuevo.

La cola del avión mostraba claramente el logotipo de Iberia. El ala derecha, completamente desgajada del cuerpo del avión, apuntaba hacia la cumbre, indicando el lugar desde el que la nave se precipitó contra el suelo, debajo de ésta y entre los tocones de los árboles arrancados, maletas y bolsas de viaje mostraban parte de su contenido.

Prendas de vestir, cortinas y bolsas de plástico agitadas por el viento diseminados por todas partes. Entre las ramas de un gran pino, en una postura inverosímil, se inclinaba el cuerpo de un hombre desmembrado aún sujeto a su asiento por el cinturón de seguridad.

El irreconocible cadáver de una niña de apenas diez u once años yacía en equilibrio entre un fragmento del ala y un árbol tendido. De un pantalón gris, manchado de barro, asomaban los pies descalzos de una persona; la parte superior del cuerpo podía encontrarse en cualquier otro lugar. Un brazo de hombre, desgajado del tronco, mostraba un pesado reloj cuyo segundero avanzaba implacable, tan ajeno a la catástrofe como lo haría en el escaparate de una joyería.

Tan de repente como se presentó, la visión desapareció. Nuevamente era su imagen ante el espejo lo que veía y no el caótico paisaje que en el instante anterior desfilaba ante sus ojos.

Un escalofrío recorrió su cuerpo, su rostro, ahora ceniciento, mostraba una expresión de horror que hubiera envidiado cualquier actor. La náusea lo envolvió obligándole a entrar precipitadamente al excusado.

Le invadía la aprensión. Él, que siempre se había mostrado sereno en las situaciones más complicadas, estaba tenso como la cuerda de un arco, experimentaba ahora la sensación ineludible de que no podía subir a ese aparato. Nunca creyó en corazonadas ni presentimientos, pero la angustia que le había generado el ensueño le oprimía la garganta produciéndole un temor tal, que temblaba como una hoja.

Intentó serenarse, se lavó la cara y las manos y, poco a poco, fue recuperando la entereza, pero ya había tomado una decisión, tenía la absoluta certeza de que debía aplazar su viaje. Lo más probable es que todo aquello no fuera más que una broma pesada de su subconsciente, pero no estaba dispuesto a correr el riesgo.

Se dirigió al mostrador donde le habían atendido a su llegada; la sonriente auxiliar, reconociéndole, le indicó la puerta de embarque aún antes de que llegara, pero él preguntó si su vuelo haría escala en Bilbao. La azafata respondió afirmativamente: se había suspendido el otro vuelo y parte del pasaje sería absorbido por éste aunque, añadió, no supondría una gran demora en su llegada a Ámsterdam. Palideció de nuevo y pensó en convencerla para que se cancelara el vuelo, pero no tenía argumentos lógicos para ello, nadie creería que aquello no era sino una fantasía suya, preguntó atropelladamente por el comandante de la nave, necesitaba hablar urgentemente con él, tenía que haber algo que él pudiera hacer para evitar aquel desastre…

Como era de suponer, lo único que logró fue cancelar su billete y esperó, ya en casa, hasta que se anunciara la tragedia en las noticias del mediodía.


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