La biblioteca

Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma.

Cicerón

 

El señor acostumbraba a leer en aquella estancia hasta altas horas de la madrugada; sin embargo, una de aquellas noches cerró aquella puerta y nunca más se abrió. De esto hacía ya veinte años. 

Entre el servicio corrían rumores. Se decía que aquella sala estaba embrujada y que algo le había ocurrido allí al señor que, de natural alegre, se había transformado en un hombre taciturno y de aire ausente. Falleció unos meses atrás y había quien decía que el fantasma del marqués permanecía encerrado en aquella biblioteca.

Una tarde, encontró una llave en un cajón del secreter de su padre. Inmediatamente asoció la llave a aquella puerta cerrada que, desde niño, parecía atraerle irresistiblemente y decidió que ya era el momento de abrirla.

Una leve corriente recorrió su rostro. No era posible que aquella sala, sin ventilación alguna durante tantos años, no sólo no oliera a cerrado, a moho y papel rancio, sino que tenía la impresión de haber salido a un frondoso jardín aireado por la brisa marina.

El despacho permanecía impoluto, ni una mota de polvo, ni el más mínimo desorden. Los lomos de los libros, impecablemente apilados en las estanterías, brillaban invitando a la lectura de sus llamativos títulos grabados con letras doradas.

Sin embargo, un libro abierto sobre el escritorio, llamaba poderosamente su atención. Parecía irradiar un ligero resplandor azulado y cuando se asomó timidamente a sus páginas pudo ver cómo las palabras impresas en ellas se movían como con vida propia.

Tarascada parecía perseguir a las otras palabras dando dentelladas a su alrededor, ilusionismo desaparecía de repente para aparecer en otro lugar de la misma página, refulgente brillaba más que el resto de las palabras impresas, vergonzoso pretendía ocultarse tras protección y asomaba tímidamente de cuando en cuando. Mientras, una frase, cuyas palabras bailaban en corro en torno a un punto y coma, parecía acelerar su ritmo de rotación para aminorarlo poco a poco y volver a empezar.

Cuando iba a cerrar el libro, aventurero, que estaba escondido tras el pie de la lámpara, se deslizó a toda prisa para lanzarse con urgencia a la página y mezclarse con el resto de palabras que ahora, en plena vorágine, parecían bailar de forma arrítmica.

Una vez cerrado, el aire se tornó pesado y maloliente y segundos después, el polvo de veinte años fue cubriendo, poco a poco, absolutamente todos las superficies, como una fina lluvia.